miércoles, 23 de octubre de 2013

EL CASO WINSLOW



Londres, Inglaterra. Durante las navidades de 1911 el acaudalado Arthur Winslow (un venerable Nigel Hawthorne), patriarca del clan Winslow, recibe con sorpresa el prematuro regreso de su joven hijo Ronnie (Guy Edwards) de trece años de edad, de sus estudios en la Academia Naval, expulsado bajo acusación de hurto de un giro postal de cinco chelines. Presunto delito que obligará a Winslow a mover cielo y tierra para demostrar la intachable virtud de su retoño.
Base argumental tanto de la obra de teatro de Terence Rattigan[1] en que se cimienta este film que nos ocupa, El caso Winslow, adaptada a la gran pantalla por el dramaturgo, escritor, guionista y director David Mamet[2], toma el, como no podía ser de otro modo, material tremendamente teatral que compone el drama de su película y compone un film de cámara, dotado de escasos escenarios, casi siempre protectores interiores que reducen el caso de El caso Winslow a un dilema no tanto legal como moral y social, según los códigos que constriñen el desarrollo de la historia y la forma en que es plasmada en pantalla. Porque en El caso Winslow todo gira alrededor de su conflicto principal y de lo que se desprende de él, limando toda intención de situar en un tiempo y un lugar -sin fechas que orienten al espectador en un momento histórico determinado, que no se oculta, ni siquiera apuntado por escuetos intertítulos- llevando el conflicto del film de época que no deja de ser este dirigido por David Mamet a una categoría casi universal en su asumida pequeña escala, que traspasa el momento histórico en el que tiene lugar su acción.

De esta manera, el film de Mamet no sólo protege a sus personajes principales de la tormenta mediática -vista desde la perspectiva actual, de una tibieza que roza lo inocentón- cuyo rastro el realizador va dejando caer aquí y allí en un goteo tan despreocupado como efectivo, y que sólo tiene lugar en un mundo exterior del que los Winslow se protegen, más bien que mal, en su hogar o en el gabinete de abogados en el donde contratan los servicios del personaje que más se asemeja al patriarca Winslow de toda la película: Sir Robert Morton (un excelente Jeremy Northam), frío y aparentemente desapasionado letrado defensor de la Verdad por encima de lo justo de la causas que trata, sino también de todo ánimo de hacer de ellos meros estereotipos deshumanizados. Así, mientras las calles londinenses se llenan de tiras cómicas, titulares de prensa, pasquines o canciones con el chico Winslow como involuntario protagonista con nombre y apellidos en las muy esporádicas escenas en las que El caso Winslow tiene lugar en el exterior, Mamet se concentra -y a su público con él- en lo que ocurre bajo el techo del clan Winslow donde vive la familia al completo, y como la defensa del honor del más joven de ellos les afecta a todos los niveles. La espectacularidad es barrida desde el primer instante, siendo ésta sustituida por una austeridad bien entendida que sitúa a El caso Winslow a la altura de la venerable mirada de Arthur Winslow: banquero y en una situación económica tan pudiente como asentada sobre unos principios morales afablemente conservadores y nunca juzgados -y para bien- por parte del film, la educada calma del patriarca que ve como su sentido del honor es puesto en duda por lo que lo rodea tiene su eco formal en una fotografía exquisita, un ritmo pausado sin ser relamido y la práctica ausencia de subrayados formales que se concentran en una antipática banda sonora que parece querer arrastrar El caso Winslow al más estereotipado y rancio cine de época[3], sin conseguirlo.
Más bien al contrario: evitando en lo posible planos generales de situación y escasos elementos escénicos más que suficientes para componer una atmósfera o transmitir una idea determinada, Mamet afianza su férreo pulso narrativo sobre un material dramático tan poco engolado como la inteligente estrategia formal con la que es llevada a la pantalla. La supremacía de escenarios interiores dentro del film, permeables pero resistentes a los embates de una opinión pública que por su propia naturaleza siempre está en un abstracto ahí fuera, con un conflicto que se dirime sobre el papel en base a diálogos y lo austero de su apuesta formal podrían sembrar -la errónea- idea sobre El caso Winslow como una película teatral, o teatro filmado, de la que la película de David Mamet huye como de la peste sin esconderse de sus raíces escénicas. De esta manera, planos que muestran puertas que se cierran dejando fuera a los espectadores a modo de telón que divide en bloques (o actos) dramáticos la película conviven sin esfuerzo con una ágil planificación que, en líneas generales resulta tan imperceptible en su falta de exhibicionismo como ejemplar en su ejecución y complejidad al servicio de la humanista mirada del realizador sobre el texto del guión. Bajo ese punto de vista, se ddiría que El caso Winslow organiza las escenas que la componen con la intención de transmitir una idea determinada, haciendo avanzar la narración sin que nada sobre ni falte, logrando a través de la planificación que esa intencionalidad pase desapercibida.  Instantes tan brillantemente resueltos como el interrogatorio del letrado Morton a Ronnie Winslow hecho con la intención de saber si efectivamente el adolescente dice la verdad o es un ladrón y, peor aún, un mentiroso, dotado de una milimétrica planificación en la que la composición del plano, el uso de los elementos que los componen en base a reencuadres o desenfoques, o la inestimable aportación de un grupo de actores en estado de gracia, logran transmitir lo que muy bien podría haber caído en una inhumana rigidez que expulsara aquello que late bajo la racionalidad y los principios morales y sociales de sus personajes, sólo expresado a través de dichos principios: la emoción.
En un film donde casi todo se expresa verbalmente y la respetuosa palabra más hiriente es contestada con la réplica más educada, la puesta en escena de Mamet, refinada y con la vivificante ayuda de un elenco actoral en estado de gracia, aporta la proximidad que aleja El caso Winslow de la frialdad que la habría hecho inoperante.

A través de esta aparentemente sencilla, por silenciosa, estrategia dramática que permite explicar mientras expone sin tiempos muertos, Mamet se niega a cargar las tintas en ningún aspecto de su film, dotándolo no sólo de equilibrio dramático y respeto por todos sus personajes, incluso cuando pone en duda algunas de sus actitudes y palabras, sino haciendo de El caso Winslow un ligero y brioso retrato de un grupo de personas que expresan, y contagian, sus emociones a través de sus actos y opiniones. Ambas cosas recogidas por la atenta mirada del realizador en base a planos más o menos cortos que permiten detectar los matices expresivos de sus intérpretes, detalles inadvertidos a sus ojos pero no al espectador, e introducir alguna elaborada digresión dramática -como la que muestra la instantánea atracción que el conservador abogado Morton siente por la hija mayor de los Winslow, la sufragista Catherine (interpretada por la esposa del realizador, Rebecca Pidgeon) contemplándola por primera vez a través de un espejo, con una timidez que jamás volverá a expresar públicamente- en base a relaciones creadas por una planificación que crea complicidades entre ellos inexistentes en un formato dramático que no fuese cinematográfico, que hacen de la película una especialmente sugerente, sin arrebatos contemplativos o preciosistas, ya desde el momento en el que el robo del giro postal que desencadena el drama jamás, como todo lo que está de más en El caso Winslow, es mostrado en pantalla. Sí lo son los elementos que le dan cuerpo y las pruebas que confirman o desmienten lo ocurrido, de forma tan meticulosa -y a veces cansina en sus dimes i diretes legales- como la sustracción de toda afectación dramática por parte de los personajes que habitan El caso Winslow. Lo que no implica, aunque sea como constante rumor de fondo, falta de pasión; su sufrimiento y angustia ante una situación progresivamente asfixiante es patente tanto en un Arthur Winslow, progresivamente deteriorado en su ánimo y en lo físico, como en el propio hogar que sirve de techo a gran parte de su familia, cada vez más desamueblado para poder costear las ingentes cantidades de dinero que cuesta defender al más joven de sus miembros del robo de… cinco chelines, mientras que la vida que sigue alrededor del litigio y que cala hondo en la opinión pública se muestra como un trasfondo que describe el entorno social en el que tiene lugar El caso Winslow mientras expone sin sermones lo que en la película ocurre.

Así, y como complemento a la forma de entender y vivir en el mundo de sus personajes que sienten a través de lo que dicen -describiendo así un mundo en el que la palabra tiene un valor categórico, como ejemplifica la escena en la que Arthur Winslow pregunta a su retoño sobre si ha robado o no los cinco chelines… acto que Mamet no muestra ya que la palabra del joven Winslow es prueba suficiente- y de los códigos morales y sociales de los que se retroalimentan, El caso Winslow muestra el proceso interno del patriarcado en declive económico que hacen dudar de su tozudez en base a elementos externos. No es de extrañar que ni la ruptura, civilizadísima hasta la más apabullante frialdad, entre Catherine Winslow y su prometido John (Aden Gillet) por cuestiones económicas y de imagen pública, ni el instante en el que -según comentan algunos personajes, ya que no se muestra en la película- el abogado se derrumba entre lágrimas en la Cámara de los Lords al saberse el veredicto final del juicio se le muestre al espectador. El dolor, o para el caso casi cualquier emoción, pertenece a la intimidad de los personajes o como mucho a su ámbito privado pero jamás público, lo que hace de El caso Winslow un film tan respetuoso con su conservadora ideología de fondo como ejemplar en su coherente traslación de dicha forma de ver las cosas a imágenes y sonido. Así, la contención de Arthur Winslow -vector moral de un film que diluye toda sensación de subjetivismo gracias a su coralidad- no es vista con la frialdad que sería esperable en un retrato de la sociedad inglesa de principios del siglo pasado, sino con un grado de humanidad, comprensión, y una rara proximidad alejada de todo paternalismo gracias a su austeridad. La que hace del film de Mamet uno alrededor no de una victoria judicial sobre un caso de risibles repercusiones económicas sino sobre algo tan denostado en estos tiempos mercantilistas como el sentido del honor personal. Sólo así, y desde el absoluto respeto por la causa de los Winslow, buscando -nueva rareza- demostrar la  inocencia sin buscar culpables, se evita que su patriarca parezca un iluminado, un integrista que arrasa con todo a su paso con su manera de entender el mundo por encima de los que viven en él, ya sea malogrando el futuro de sus hijos o su patrimonio, voluntariamente sacrificados bajo una cultura en la que la unidad familiar y su honorabilidad pasan por el beneplácito y decisión de su líder patriarcal. A cambio, Arthur Winslow arrastra a su familia a una pobreza que en la película “sólo” resulta económica mientras a cambio demuestra una fortaleza emotiva -y no digamos ya desde una deplorable perspectiva actual- que eclipsa el resto de los elementos dramáticos de la película, erigiéndose como su mayor valor, tan discutible como (y por) admirable.

Del mismo modo que El caso Winslow es una elegante película despojada de todo fasto dramático, la rigidez del modo de vida que describe queda humanizado al serlo en sus propios términos, sin una distancia aleccionadora que habría hundido el film de Mamet en uno mucho más estereotipado, ejemplarizante y vetusto, consiguiendo en cambio y  muy meritoriamente hacer de una cabezonería casi suicida y puramente egoísta basada en valores conservadores una valerosa demostración de pureza de principios y fe personal contra viento y marea que esquiva toda reduccionista lectura política -con una pugna entre el pasado simbolizado en Arthur Winslow y el personaje que más se le asemeja, el letrado Morton, y el futuro sufragista que se concentra en la figura de Catherine que no ven como la Primera Guerra Mundial está cerca de echárseles encima- tan pesimista como innegable para el espectador que quiera verla como retrato de una sociedad cuya caballerosidad está a punto de caer presa de la barbarie[4].
Así, y haciendo vigoroso músculo narrativo al unir fondo y forma en una sola cosa, El caso Winslow se erige como una pequeña e imperfecta rareza a contracorriente, beligerante en su pacifica reivindicación de la Verdad sin otro propósito que la Verdad misma, sensible en su retrato de una relación paterno filial basada en la confianza, y muy llamativa en su renuncia a alzar la voz para hacer valer su valentía en cuanto la batalla legal se dirime antes en términos humanos y morales a un nivel personal -fruto de una cultura determinada- que en sociales o revanchistas, y no digamos ya económicos. Haciendo todo lo anterior de El caso Winslow, tanto por lo que en ella se cuenta como la película en sí misma considerada, una buena muestra de algo tan extraño de ver como es una solitaria y nada agresiva, pero precisamente por ello aún más valiosa en su unicidad, delicada y hasta heroica épica de la resistencia.

Título: The Winslow boy. Dirección: David Mamet. Guión: David Mamet sobre la obra teatral escrita por Terence Rattigan. Producción: Sarah Green. Dirección de fotografía: Benoît Delhomme. Montaje: Barbara Tulliver. Música: Alaric Jans. Año: 1999.
Intérpretes: Nigel Hawthorne (Arthur Winslow), Jeremy Northam (Sir Robert Morton), Catherine Winslow (Rebecca Pidgeon), Guy Edwards (Ronnie Winslow), Aden Gillet (John Waterstone), Colin Stinton (Desmond Curry).


[1]Inspirada en un caso verídico, que tuvo como protagonista a George Archer-Shee, cadete en 1908 que fue acusado de robar el dinero de un giro postal, removiendo el sentido del honor de su familia que contrataría al afamado abogado Sir Edward Carson para la defensa de un caso que la familia Archer-Shee acabó ganando. A cambio, la obra de Rattigan situaba el robo en 1911 y la futura edad adulta del presunto ladrón Winslow más próxima a la Primera Guerra Mundial, haciendo de los Winslow una familia más pudiente en lo económico que sus modelos reales, los Archer-Shee. El caso Winslow fue interpretada por primera vez en Londres en 1946, con los actores Emlyn Williams, Mona Washbourne, Angela Baddeley, Kathleen Harrison, Frank Cellier, Jack Watling y Clive Morton sobre el escenario. Un año más tarde llegaría a Broadway, con un elenco actoral diferente, para luego ser adaptada por primera vez para el cine en 1948 bajo la batuta del director Anthony Asquith. Esta al parecer afamada adaptación, que no he tenido la oportunidad de ver así como tampoco he leído la obra original en que se basa, no fue tomada por Mamet en su nueva adaptación a la gran pantalla de la obra de Rattigan, siendo esta última el modelo elegido como base por el realizador del film que nos ocupa, y del que asegura haber cambiado poco o nada en absoluto en el guión para su traslación a la pantalla. El caso Winslow tuvo asimismo una versión televisiva en 1990, que contaba con Emma Thompson entre sus intérpretes, en el papel de Catherine Winslow.

[2]Nacido David Alan Mamet el 30 de noviembre de 1947, el realizador de El caso Winslow nació en Chicago en el seno de una familia judía con madre maestra y padre abogado. En 1976 fundó la Athlantic Theater Company, muy reputada en el off-Broadway gracias a obras como American Buffallo, Sexual perversity in Chicago o The Duck variations. En ese mismo terreno, Mamet se alzaría con el Premio Pulitzer del Teatro en 1984 con Glengarry Glen Ross. En 1981, Mamet escribió su primer guión para el cine con el libreto de El cartero siempre llama dos veces, film de Bob Rafelson protagonizado por jack Nicholson y una inolvidable mujer fatal con la cara y el cuerpo de Jessica Lange. Tras él vendrían los guiones de Veredicto final, que le reportó una candidatura al Oscar al mejor guión y fue dirigida por Sidney Lumet con Paul Newman como protagonista, o  Los intocables dirigida por Brian De Palma. En ese mismo año 1987 debutaría como director de cine con Casa de juegos, aclamada por la crítica, a la que seguiría Things Change y Homicide, ganando todas ellas premios por sus guiones en festivales de todo el mundo y el reconocimiento general. Tras un parón de algunos años, en 1994 llegaría la adaptación de una obra propia con Oleanna, excelente film, muy austero,  protagonizado por William H. Macey en el papel de un maestro acusado de acoso sexual por una de sus alumnas, centrando su acción en la encarnizada discusión entre ambos personajes dentro de una aula. Tres años más tarde dirigiría La trama y en 1999 el film que ocupa esta entrada: El caso Winslow. Un año después desembarcaría con la divertida sin más State and Main, film coral sobre las vicisitudes de un equipo de rodaje y los equívocos que tienen lugar entre sus miembros. Tras ese algo insustancial divertimento y de la mano de Gene Hackman, Mamet regalaría El último golpe, a mayor gloria de su actor principal y todo un espectáculo de virilidad entregada por un grupo de actores supuestamente “perros viejos” que hacían perlas de cada réplica escrita por Mamet en un guión que bebía del cine negro y se erigía como una de las columnas vertebrales de un entretenidísimo thriller policíaco con la misma mala baba que sus protagonistas. Spartan, de 2004, era una fría muestra de cine policial que no acababa de cuajar pese a su indudable personalidad y su negativa a hacer concesiones al espectáculo. En el año 2008 llegaría Cinturón rojo, interesante film con mucho en común con El caso Winslow en cuanto a su fondo se refiere, y durante el pasado año 2012, bajo el paraguas de la justamente prestigiosa HBO, Mamet ha escrito y dirigido el biopic de Phil Spector con Al Pacino -con un peinado imposible- como tronado productor musical. Durante todos estos años, Mamet ha compaginado proyectos propios con guiones para películas ajenas como es el caso de Hoffa, sobre el mítico y oscuro líder sindical Jimmy Hoffa, la divertida y elegante (y ocasionalmente esperpéntica) Ronin de John Frankenheimer, la ácida La cortina de humo o la muy irregular primera secuela de El silencio de los corderos: Hannibal. Sus obras han sido adaptadas en numerosas ocasiones por propios y extraños, y su carrera como escritor ensayista de los temas más dispares se ha visto afianzada por un punto de vista que ocasionalmente choca con el supuesto izquierdismo de muchos de sus compañeros de profesión. Orgullosamente de derechas y descaradamente por-israelí en un mundo como el de Hollywood y el espectáculo en general que a veces parece avergonzarse de sus evidentes contradicciones económico-ideológicas, Mamet también ha trabajado esporádicamente en el formato corto televisivo dirigiendo algunos capítulos de series como la aclamada The Wire.

[3]Presunto género por lo general integrado dentro del dramático que pese al interés de algunas de sus películas muchas veces adolece de un exceso de preciosismo que puede resultar relamido y cuando aboga por la denuncia de determinados hechos peca en demasiadas ocasiones del mantra moralista y tranquilizante resumido en esto-pasaba-antes-y-que-menos-mal-que-ya-no-pasa. Vamos, que a pesar de unos buenos títulos como algunos de los promovidos por el dueto Merchant-Ivory, con lo bueno y con lo malo, la cantidad de excelentes actores que han pasado por él y el indudable talento de algunos de sus responsables, el que firma estas líneas no siente demasiadas simpatías por el llamado cine de época.

[4]Tal y como está planteada la película de Mamet y la obra de Rattigan en la que se basa, el cadete  Winslow tendría 17 años cuando estallara la I Guerra Mundial, o Gran Guerra, el 28 de julio de 1914. De poco más de cuatro años de duración, la Guerra involucró a las grandes potencias mundiales entre las que se encontraba, como no, el Imperio Británico. Considerada una de las mayores guerras de la Historia de la humanidad, con más de 70 millones de militares movilizados de los que murieron 9 millones, tuvo su rápido comienzo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, frustrado heredero del Imperio austro húngaro, considerado por muchos como detonante de las tensiones existentes entre las potencias imperialistas de entonces. La Guerra corrió como un reguero de pólvora por todo el mundo gracias a las colonias europeas, que llevaron el conflicto más allá de lo que habría sido posible hasta entonces. Los avances tecnológicos en cuanto a armamento se refiere -desgraciadamente las cosas no han cambiado demasiado en este aspecto- y el despreocupado uso de la infantería por parte de las élites militares (y por supuesto gubernamentales) provocó la matanza que supuso la Gran Guerra, en la que acabó por intervenir los Estados Unidos,  hasta su final, el 11 de noviembre de 1918 a través del Tratado de Versalles, con la derrota del Imperio Alemán, la desintegración de los imperios Austro-húngaro y Otomano y una considerable pérdida de territorio del Ruso y el mencionado Alemán.

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