viernes, 21 de febrero de 2014

FRANKENSTEIN Y EL MONSTRUO DEL INFIERNO



Un hombre que dice ser Dios y se lamenta entre profecías apocalípticas mientras sus laceraciones sanan bajo la atenta supervisión de un médico. Un incomprendido genio de las matemáticas que pasa sus días entregado a perfeccionar su arte con el violín. Un talentoso escultor cuyas hábiles manos devienen instrumentos inútiles debido a la enfermedad degenerativa que atrofia el cerebro de su amo. Un maníaco de fuerza y determinación descomunales que se precipita al vacío tras romper los barrotes que le separan de su huída a ninguna parte. Y un hombre, Victor Frankenstein, capaz de animar lo que ya falleció, genio repudiado dotado de una fortaleza de principios sólo equiparable a su falta de humanidad, gobernante con guante de seda del sanatorio mental que engloba a todos los pobres y enloquecidos diablos mentados, cobijados bajo el retorcido título de la última película realizada por Terence Fisher[1]: Frankenstein y el monstruo del infierno. Y la última también de una saga iniciada quince años antes bajo el auspicio de la mítica productora Hammer Films[2] con La maldición de Frankenstein, en base a una historia vagamente inspirada en el original literario escrito por Mary Shelley[3], que el tiempo y el éxito de la serie había ido convirtiendo en arquetipo… y que en esta ocasión bordea, en el guión de Anthony Hinds, el agotamiento.

Un mecanicismo, siempre basado en la eterna búsqueda en la Inglaterra del siglo XIX de cuerpos vivos o muertos por parte del Barón Frankenstein (un ajado Peter Cushing) en aras de hacer realidad su apasionado y fallido sueño de dar nueva vida a los ya fallecidos, que en la trama de Frankenstein y el monstruo del infierno si bien puede parecer formulario, deja de serlo desde el instante en que se contempla este film desde la acumulación, o como culminación del retrato de un personaje mostrado aquí en el precario límite de sus capacidades. De aspecto cansado y desapasionado en sus idas y venidas por el sanatorio en el que trabaja como interesado diagnosticador a la caza de piezas humanas en el sentido más literal, el Frankenstein de Frankenstein y el monstruo del infierno revela, como la propia película, pura miseria humana bajo una desnuda frialdad que lo hace aún más temible en su determinación y falta de rodeos para con sus objetivos, aquí huérfanos del apasionado romanticismo que se desprendía de las entregas anteriores[4] y que en algún momento llega a echarse de menos.
Esta vez, y así como las grisáceas paredes de la supuesta clínica mental delatan un entorno tan aséptico como funcional, el propio Barón se oculta rechazando toda forma de aristocracia para pasar desapercibido ante la opinión pública reconvertido en Doctor Victor, reduciéndose a sí mismo a su propia profesión, o a su más estricta funcionalidad en base a su obsesión, con un empeño equiparable al loco que se cree Todopoderoso o el que es incapaz de soltar su amado violín. Erigido, gracias a su inteligencia y capacidades médicas, en corrupto salvaguarda de un hospital mental pese a no dirigirlo  oficialmente -esa parece ser la labor de un tembloroso depravado que la dirección de actores de Fisher convierte en alguien tan enloquecido como sus pacientes, o en alguien que cree ser el director del hospital (John Stratton) sin serlo realmente- pero por el que campa a sus anchas como respetado demiurgo, Frankenstein acoge con satisfacción la llegada de un nuevo interno. Un nuevo reflejo no de una de las facetas de la personalidad del Barón, como podían ser los enajenados descritos al inicio de esta entrada (interpretados por Sydney Browley, Charles Lloyd Pack y Bernard Lee respectivamente) sino de su integridad perdida a lo largo de los años. El Doctor Simon Helder (Shane Briant), admirador de los objetivos y el arrojo del malogrado Frankenstein, que es enviado en una de las numerosas piruetas del guión al mismo sanatorio en el que malvive oculto su ídolo al que una sociedad pacata y conservadora  cree fallecido, no sólo representa como decía esa integridad que Frankenstein ha descartado por considerarla un estorbo en su camino a la clarividencia estrictamente científica, sino también el único asidero emocional (pese a ser tremendamente gélido) para el espectador ante el catálogo de atrocidades mostradas con encomiable frialdad por Fisher.

Así, y desvirtuando por completo las porosas fronteras entre la locura y la cordura, el progreso y la ética o su falta, o entre la determinación y la pura obsesión, Frankenstein y el monstruo del infierno supone un nihilista paseo por el infierno de cuyos moradores Frankenstein parece tomar nota con la misma distancia con la que Fisher recoge sus acciones en imágenes. La sosegada secuencia en la que el Doctor y su recién llegado ayudante asisten a la ronda de visitas a todos los enfermos que moran por el sanatorio es el único instante en que la película alcanza una relativa cota de lirismo siempre atemperado por la profunda tristeza que se desprende de Frankenstein y el monstruo del infierno. En ella se establece el duro contraste entre unos pobres diablos abandonados a su psicopatía, mostrados con afabilidad, y la sarcástica mirada del Barón que los inspecciona con intereses que van mucho más allá del bienestar de sus pacientes. Tan lamentable marco es realzado en su miseria por Fisher gracias a una bonita y solitaria melodía al violín de uno de los internos, que sobrevuela por toda la secuencia como último atisbo de belleza en un mundo repleto de podredumbre moral y a un paso de la debacle humana más elemental, marcando el tránsito definitivo de la saga del goticismo de los primeros capítulos al brutal nihilismo de su languida conclusión. Afortunadamente y teniendo en cuenta lo arriesgadamente desabrido del posible resultado vistos los ingredientes en juego, la puesta en escena del realizador de Frankenstein y el monstruo del infierno funciona en base a un ritmo endiablado, con numerosas elipsis que engarzan sin cesar secuencias muchas veces llevadas a buen puerto en una única toma sin interrupciones que resultan efectivas no sólo gracias a la habilidad de gran parte del equipo interpretativo, con un magnífico Peter Cushing a la cabeza, sino por esquivar toda teatralidad gracias a una potente narrativa creada a partir de la siempre cambiante planificación, el tamaño del encuadre, y los elementos que lo componen con resultados que rozan lo pictórico. Desde el punto de vista formal dentro de un conjunto excelentemente planificado, son incontables los momentos en los que la cámara de Fisher establece paralelismos y diferencias entre los personajes dentro de un mismo plano de forma perfectamente integrada en la historia que narra, sobreponiéndose a un libreto algo desvaído. En ocasiones el inevitable Monstruo (un David Prowse sepultado bajo un horrendo y no demasiado logrado maquillaje), trampantojo físico de algunos de los enfermos mentales que moran por el sanatorio-, comparte plano con sus hacedores equiparándolos en una monstruosidad que una vez más diluye las fronteras entre unos y otros en un lugar marcado por la locura de los huéspedes y el no menos demente sadismo de los guardias. Pero otras veces Fisher segmenta el plano gracias a una toma de cámara situada a través de, por ejemplo, unos barrotes que atrapan sin que estos lo sepan a algunos de los personajes, a modo de premonición o confirmación de su inconsciente papel dentro de la acción o su casi siempre perturbado estado mental y anímico, creando nuevos y pequeños encuadres que comparten espacio fílmico que aproximan Frankenstein y el monstruo del infierno a una delicada y ponzoñosa pieza de cámara.

Esta calculadísima estrategia formal, que sustenta el film y no se reduce a lo recién mencionado sino que da la impresión de estar pensada hasta en su más mínimo detalle, logra hacer despegar lo que sobre el papel se diría una morbosa y sanguinolienta vuelta de tuerca a una estructura explotada ad nauseam durante los diferentes capítulos de una saga que aquí llegaba expiraba ahogada por la mano de su principal responsable. Pero múltiples detalles formales remontan las obvias limitaciones del libreto jugando a su favor la constante sensación de deja vu que jamás abandona por completo Frankenstein y el monstruo del infierno. Fisher se regodea en un primer tramo del film que alcanza prácticamente hasta el ecuador de su metraje, mostrando la nueva rutina del Barón y su dudosa reconversión en responsable miembro de la comunidad científica acorde con el código hipocrático, en un entorno exultantemente físico pero pese a todo brutalmente asexuado y gélido -y por ello tan desprovisto de alma o sensualidad[5]- como la propia narrativa del film, carente de todo arrebato formal. Esta asfixia, presentada en lúgubres grises y negros como  deprimente tónica cromática y entornos asépticos, ni siquiera encuentra cura en las explosiones de pasión que el realizador enfría rápidamente con el logrado objetivo de inquietar.
Fisher introduce escasas gotas de color dentro de la generalizada frialdad visual -absoluta en lo tonal- en la guarida secreta de un Barón que ni de lejos ha abandonado sus oscuras aficiones, volcadas ahora en una pequeña consulta que supone el único resquicio de calidez y habitabilidad. Una familiaridad inevitablemente enturbiada por lo reconocible de las probetas y los instrumentos quirúrgicos que han hecho de Frankenstein un desnortado y peligroso paria que no duda en recurrir a la violencia psíquica más brutal para conseguir sus objetivos. La sangre, que no tarda en relucir sobre la blancura formal del film brota asimismo sin ninguna muestra de dolor ni tampoco de compasión. No hay otra mirada sobre las víctimas que no sea la clínica por parte de los doctores Frankenstein y Briant, y que no sea idéntica en su distancia sobre todo lo acontecido en Frankenstein y el monstruo del infierno por parte de Terence Fisher con un ingrediente añadido: una visión moral que encuentra su lugar entre la brutalidad de los actos del Barón y la desapasionada distancia con la que estos se retratan. La escena de la construcción -literal- del Monstruo, supone el paradigma de la crudeza con la que Fisher narra las desventuras de un Barón que ha abandonado toda pasión por su enloquecida labor ahora llevada a cabo con la más abúlica de las rutinas: durante el trasplante de las manos del escultor fallecido en el cuerpo del Monstruo hecho de retazos humanos, el Barón ayuda al joven cirujano sostieniendo unos tendones entre sus dientes sin que parezca importarle lo más mínimo el hilillo de la sangre del muerto que empieza a gotearle por la comisura de los labios. Algo más adelante, un exageradamente largo y repulsivo plano del cerebro que está a punto de ser separado del cráneo abierto de su difunto propietario -uno de los internos que se suicida tras leer una nota que el Barón deja caer involuntariamente en su celda, y en la que se asegura que las dolencias del paciente son incurables- muestra lo que queda de la humanidad en Frankenstein y el monstruo del infierno: sólo su superficie. Su carne como material de derribo. Una repelente fisicidad que alcanza su máxima expresión con la imponente aparición del Monstruo de aspecto simiesco y difícilmente humano, trampantojo de todos los males que aquejan el sanatorio y tan temible como en ocasiones falso. Y que una vez más gracias a la puesta en escena de Fisher, se muestra abandonado por completo una vez el experimento ha sido un éxito, en un plano que lo muestra solo mientras fuera de campo los científicos celebran su pírrica victoria sin darse cuenta de que la humanidad que han compuesto es una mezcla de dolor, rabia, injusticia y miseria.
Sumado a ello, el inquietante fresco compuesto por las diferentes estancias en los que gimotean los enajenados que son perversamente examinados por Frankenstein y su nuevo y cada vez más reticente ayudante empieza a cobrar un cariz progresivamente angustioso en su inhumana frialdad, que sólo encuentra su turbio y asalvajado contrapunto en la torturada figura del Monstruo que no tardará en convertirse en un chivo expiatorio de todo el Mal que alberga el hospital. Más aún, el realizador rehuye todo moralismo y carga las nihilistas tintas del film en la más brutal de las motivaciones posibles de las que torturan a la criatura: pese a desear morir, como confirma la desesperación de su suicidio, el egoísta Dios que es Frankenstein lo obliga a vivir, arrebatándole toda autonomía y empujándolo a una angustia vital que parece haber infectado a todos los personajes del film, con la diferencia de saberse estudiado como no-humano por aquellos creen y se jactan de serlo redondeando la pesimista visión de la humanidad que se desprende de Frankenstein y el monstruo del infierno.

Resulta muy revelador, en ese aspecto, el que el diagnóstico de Frankenstein sobre su nueva criatura sea el de que “la mente está tomando el control sobre el cuerpo”, cuando algo muy similar es lo que le sucede al propio Barón, valiéndose del cuerpo de propios (su voluntarioso ayudante) y extraños (los pedazos más prometedores de los moradores del hospital) para llevar a cabo su obsesiva búsqueda de la vida en la muerte que ha terminado por hacer de él un muerto viviente animado por una única idea. Esta dicotomía entre el cuerpo y la mente (o, rizando el rizo, entre la realidad y la obsesión) toca su más tenebroso techo en el instante más angustioso, pese a su paradójica sencillez formal, de Frankenstein y el monstruo del infierno: aquel en el que se muestra como, tras profanar todas las tumbas que conforman el improvisado camposanto al que van a parar todos los fallecidos del hospital, el Monstruo encuentra por fin el sarcófago que alberga su antiguo cuerpo, que puede contemplar y reconocer desde su antigua mente trasplantada a un nuevo y monstruoso recipiente. Momento pesadillesco, terriblemente abisal como pocos se han visto jamás en una pantalla, que es recogido por Fisher con la misma turbadora sencillez de la que hace gala durante toda la película; en este caso con un primer plano del cadáver visto por el Monstruo que es respondido por un contraplano invertido que delata estar hecho desde el imposible punto de vista del cadáver. El propio Barón parece encontrar en tal desazón la única emoción que aún late bajo su desencanto, y son múltiples los paralelismos -más allá de dicho sentimiento ante el posible fracaso de lo único que le da sentido como persona y personaje, hasta el punto de convertirse, como ya se ha dicho, en su vida- existentes entre la bizarra criatura y su hacedor. Mientras uno es incapaz de llevar a cabo sus experimentos debido a unas manos desfiguradas que, una vez más, no sirven, el Monstruo alcanza su mayor cota de frustración cuando sus manos son incapaces de tocar el violín que tanto le consolaba y servía para expresar su amor por la residente Sarah (Madeline Smith), significativamente apodada por el resto de internos como “El Ángel” y que ahora sólo le sirven para volcar su rabia asesina en los que lo rodean, tal y como le ocurría al melómano genio matemático cuyo cerebro ahora da órdenes al cuerpo más descomunal que el Barón ha sido capaz de encontrar en sus años de aislamiento. Vista así, la existencia del Barón se convierte, gracias al buen hacer del director que adereza  elegantemente la sensación de estar asistiendo a la antesala de una nueva secuela de la saga, en un círculo vicioso de aires psicóticos. El instante en el que Frankenstein pone orden en el vociferante caos desatado ante la presencia de la criatura entronca, en tono y fondo, con su primera aparición en Frankenstein y el monstruo del infierno, deteniendo el tratamiento a manguerazos al que es sometido su futuro pupilo y ayudante -¿intentaba decir Fisher con este giro formal que ambos, el Monstruo y el Dr. Helder, son, en mayor o menor medida, creaciones suyas?- retratando una obsesión absolutamente impermeable a unos hechos que niegan una y otra vez el éxito de sus  experimentos, convertidos en rituales de pura locura desprovistos ya de todo sentido de la realidad. La expresiva mirada de pavor de Frankenstein ante la posibilidad de haber errado una vez más en su obsesiva búsqueda, es la de un perturbado que ya no concibe su existencia si no es como eterno y siempre fallido aspirante a Dios, rol del que además no tiene ya, o no en manos del realizador que pondría punto y final a la saga, escapatoria.
Así, y sumando al brutal desamparo que angustia al Monstruo en la consciente soledad que denota la planificación de algunos instantes de Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher aúna el temor al fracaso de un Frankenstein que vive para llevar a cabo una y otra vez su imposible misión con el de su última y más desnortada criatura.  Aquejados bajo un mismo horror, que se diría impregna todos los hombres y mujeres que malviven en Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher hace de su película la más abisal de toda la serie y probablemente la más próxima en su horror existencialista al original de Mary Shelley, creando entre el monstruo y su creador un vínculo inseparable e insoportable: el temor a ser arrojados a una existencia no entendida como vida, sino como condena.

Título: Frankenstein and the monster from hell. Dirección: Terence Fisher. Guión: Anthony Hinds bajo el seudónimo de John Elder e inspirándose en los personajes originales creados por Mary W. Shelley. Producción: Roy Skeggs. Dirección de fotografía: Brian Probyn. Montaje: James Needs. Música: James Bernard. Año: 1973.
Intérpretes: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Shane Briant (Simon Helder), Madeline Smith (Sarah), David Prowse (El Monstruo), John Stratton (Director del manicomio).


[1]Terence Fisher nació el 23 de febrero de 1904 en la localidad inglesa de Maida Vale. Criado por una madre de estricto sentido de la moral desde la muerte de su padre cuando Terence contaba con tan sólo cuatro años, los vaivenes económicos de los Fisher llevaron a los abuelos del futuro realizador a encargarse de su educación. Y estos, de principios morales casi victorianos, enviaron al retoño a la academia de la marina, lo que le sirvió como sustento hasta los veintiún años de edad, cuando abandonó el servicio tras navegar por todo el mundo y alcanzar la graduación de segundo oficial. Tras abandonar la vida de nómada que no acababa de satisfacerle, dirigió un negocio textil junto con un amigo, mientras empezaba a coquetear con la idea de hacer carrera en la emergente industria cinematográfica inglesa. En 1933 fue contratado como claquetista para el film Falling for you, de Robert Stevenson para un año más tarde afrontar las labores de ayudante de montador en el film Evensong, dirigido por Victor Saville. Dos años después, y tras aprender todo lo posible sobre el oficio, Fisher encontraría su primer trabajo como montador en jefe en el film Tudor Rose, de nuevo bajo la dirección de Robert Stevenson, para el que ya había trabajado por primera vez en el mundo del cine. En 1947, y animado por su esposa, Fisher pasa a formarse en el programa para nuevos realizadores de los estudios Rank Organisation, para en 1948 estrenarse como director con Colonel Bogey, tras la que filmaría algunos filmes más hasta su primera colaboración con la Hammer (considerada por él mismo como su primera película de verdad) con Chantaje criminal, en 1952. Un año más tarde Fisher rodaría dos relativamente exitosas películas para la misma compañía, ambas dentro del género de ciencia ficción: Spaceways y Four sided triangle, dejándole a deber una película más por dirigir… y que cambiaría su carrera y la cara de un mito del cine y la literatura de horror para siempre. La maldición de Frankenstein representó el puñetazo sobre la mesa que la Hammer esperaba, y la definitiva confirmación de Fisher como realizador a tener en cuenta tanto económica como artísticamente. Tras esta primera y polémica incursión en el mito literario creado por Mary Shelley, Fisher se volcó en llevar a buen puerto, además de la saga protagonizada por el Dr. Frankenstein de la que se ocupa una nota al pie posterior, una parte importante del cine de horror salido de la productora: las excelentes Drácula (1958) o La momia (1959), The man who could cheat death (1959), The stranglers of Bombay (1960), Las novias de Drácula (1960), Las dos caras del Dr. Jekyll (1960) que representó una de sus mejores películas, la magnífica La maldición del hombre lobo (1960), El fantasma de la ópera (1962), La leyenda de Vandorff (1964) dotada de una atmósfera ensoñadora difícilmente igualable, la estupenda Drácula, príncipe de las tinieblas (1965) o La novia del diablo (1968) son algunas de las muestras del buen hacer del realizador, que tras el varapalo crítico y económico recibido tras el estreno de la película que nos ocupa, se sumiría en el silencio creativo hasta fallecer siete años más tarde, en 1980.

[2]Considerada, y con razón, la más importante de las precursoras del cine de horror europeo moderno surgido a finales de los cincuenta, la productora Hammer Films fue fundada por el catalán y barcelonés Enrique Carreras (1880-1950), llegado a la Gran Bretaña a principios del siglo XX. Carreras alcanzó el éxito comercial que tantas veces antes se le había escurrido entre los dedos al alquilar el Royal Albert Hall londinense para organizar un pase de la obra Quo vadis?, en 1912. Un año más tarde, y espoleado por el éxito de la representación, Carreras se haría con un cine situado en el barrio de Hammersmith dotado de la friolera de 2000 localidades y que sería dividido en dos salas con proyecciones independientes. En poco tiempo, Carreras ya era propietario de una cadena de salas de exhibición, englobadas bajo el nombre de Blue Halls, en las que se programaban esencialmente películas de bajo presupuesto o serie B, filmes del oeste, melodramas o comedias. En 1932, Carreras se asoció con el pequeño empresario y hombre de teatro William Hinds (1887-1957), que organizaba espectáculos en el mismo barrio en el que el inminente fundador de Hammer films tenía la sede de su compañía de exhibición. El resultado de la unión económica de ambos amigos fue Exclusive films, distribuidora de pequeñas películas muy al estilo de las que se podían ver en los cines Blue Halls, y que en el año 1935 y ante la perspectiva de que producir las películas distribuidas daba más réditos que llevar a cabo sólo la segunda tarea, provocó el nacimiento de la productora Hammer films. Ese mismo año la productora se estrenó con el rodaje de la película The public life of Henry de Nith, llevada a cabo bajo la batuta de Bernard Mainwaring, y de The mistery of Mary Celeste, realizada por Denison Clift y protagonizada, curiosamente, por el Drácula más famoso de todos los tiempos hasta la llegada de Cristopher Lee: Bela Lugosi. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, la productora interrumpió su labor con tan sólo cuatro películas en su haber, para retomar la actividad en 1947, cuando Hammer films se fusionó con la distribuidora Exclusive films dando lugar a Hammer Films Productions Ltd., por decisión de los hijos de los fundadores y el nieto de uno de ellos. Con el objetivo de llevar a cabo películas comerciales con el menor coste posible, James Carreras, Anthony Hinds y el hijo del primero, Michael Carreras, fijaron un plan de producción de cinco películas anuales cuyo techo presupuestario era de 20000 libras esterlinas, con tres semanas de rodaje y tres más para la posproducción. En su ánimo de ir sobre seguro y ante la imposibilidad de contar con actores de renombre, adaptaron argumentos de seriales radiofónicos de éxito comprobado que les dieron el rendimiento deseado. Al poco tiempo, y ya como productora sinónimo de rentabilidad y éxito en taquilla, la nueva Hammer Films comenzó a aumentar sus presupuestos y a contar entre sus filas con algunos nombres de reparto de la serie B, lejos del estrellato pero relativamente conocidos para el gran público. Poco después, y ya colaborando con productoras del otro lado del atlántico como la RKO, Hinds sugirió la creación de unos estudios de rodaje propios con el fin de abaratar costes y tener un mayor control sobre el rodaje. Dicho y hecho, los Bray Studios, de los que se dice eran un lugar particularmente amistoso y familiar, albergaron en su seno gran parte de la producción Hammer más famosa hasta su cierre en 1968. El pistoletazo de salida de la productora dentro del cine de genero de ciencia ficción y/o terror tuvo lugar definitivamente en 1955 con El experimento del Dr. Quatermass, al que seguirían Quatermass II o X, the Unknow, ambas de 1957. Pese a todo, el relativo éxito, artístico y económico, de los filmes palideció ante la primera incursión de la productora en el mito del moderno prometeo. La maldición de Frankenstein, primer film de la saga estrenado en 1957 que alcanzó su cierre con la película que nos ocupa en esta entrada, supuso una bomba cinematográfica y moral en la Inglaterra de entonces con un resultado esperable ante dicha combinación: un absoluto éxito de taquilla. Y un cambio de tendencia o una nueva visión sobre el mito respecto a lo que ya se había hecho, y ocasionalmente de forma magistral, bajo el paraguas de la productora Universal en los años treinta y más concretamente con el director James Whale como máximo responsable. Lo mismo podría decirse del estreno, un año más tarde, de Drácula,  definitiva visión del mito vampírico de ribetes dandy ideado por Bram Stoker y que en esta ocasión contaría con un Cristopher Lee cuyo nombre sería desde entonces inseparable del conde oriundo de Transilvania. Drácula, con una recaudación que superaba cincuenta veces su coste original, supuso el definitivo mazazo de la Hammer en la industria del cine inglés y el asentamiento de sus líneas maestras de producción: presupuesto reducido, reutilización de escenarios en varias películas y un equipo de rodaje de pequeñas proporciones en los que solían repetirse los mismos nombres en diferentes producciones. Gracias al gran éxito de Drácula, la Hammer consiguió que Universal Pictures les cediera los derechos cinematográficos de mitos literarios pasados al cine como el hombre lobo, el fantasma de la ópera o los mentados Frankenstein y Drácula, a cambio de distribuir la nueva hornada de cine de horror inglés en suelo norteamericano. Un honor que se repartiría, gracias a un elástico contrato acordado con los dirigentes de la Hammer, con Columbia Pictures después de que la Warner Bros se apeara del trato argumentando que Drácula (distribuida precisamente por esta última compañía norteamericana) y a pesar de los beneficios que les reportó, era una película enfermiza e inmoral. Tras una década de éxitos en los que hubo lugar hasta para algunas incursiones en el género bélico, el nuevo cine de horror venido desde el otro lado del Atlántico con películas como La noche de los muertos vivientes o La semilla del diablo aceleró la decadencia cinematográfica de una productora que para entonces ya sumaba una fortuna sólo igualada dentro del mundo de las artes inglesas por la de los mismísimos Beatles. Cargando las tintas sobre el suave erotismo de sus primeros filmes, y intentando actualizarse a los tiempos que corrían, la Hammer acabó perdiendo pie y personalidad ante proyectos tan maravillosamente tremebundos como El exorcista o La matanza de Tejas antes de caer en un progresivo pero imparable olvido.

[3]La novela original escrita por Mary Wollstonecraft Shelley en 1817, a partir de una idea surgida en la tormentosa noche del 17 de junio de 1816, fue publicada en 1818 en tres partes y firmada anónimamente. Según se dice -y no sin polémica alrededor de las fechas, implicados y grado de participación- la señora de Shelley se sirvió de la imaginación y debates de su marido Percy B. Shelley y el poeta Lord Byron que pasaron con ella las horas sin sol debatiendo sobre los últimos avances científicos, improvisando relatos de horror y retándose los unos a los otros a escribir la historia de terror definitiva mientras fuera se desataba una terrible tormenta. Algunos aseguran que no fue una y sino varias noches las que los tres pasaron en dicho lugar llamado Villa Diodati, mítico para los aficionados a la literatura de horror, y que Shelley no sólo recibió paternalistas consejos por parte de ambos hombres, también del escritor Polidori (El vampiro), que mantenía una turbia relación de amor y odio con la joven y el poeta Byron, o incluso de Matthew G. Lewis (El monje), que sin duda debieron influir en el ánimo de la joven. Pese al culpable moralismo, siempre visto desde la perspectiva actual, que se desprende del libro, Frankenstein es por derecho propio uno de los clásicos de la literatura. Y la noche (o fin de semana) de su invención ha hecho correr tantos rumores como celuloide, como demuestran los filmes Gothic, hueca pero curiosa película firmada por el habitualmente más entonado Ken Russell, o Remando al viento de Gonzalo Suárez, entre algunas otras retratando aquellos días repletos de excesos y con una sexualidad desatada. Para los que deseen saber más sobre lo dicho hasta aquí y en algunas otras notas al pie de esta entrada, les recomiendo encarecidamente que echen un vistazo al excelente libro, desgraciadamente difícil de encontrar, escrito por Tomás Fernández Valentí y Antonio José Navarro: Frankenstein. El mito de la vida artificial, de la editorial Nuer. Muchos (de hecho casi todos) de los datos enumerados aquí ya estaban, de forma mucho más amplia y entendible, escritos allí.

[4]Más allá de los talentosos muros de la Hammer y antes de que estos llegaran a erigirse como faros del cine de horror durante gran parte de la década de los sesenta, el Frankenstein de Mary Shelley ha tenido incontables adaptaciones cinematográficas y no menos cuantiosas versiones en otras disciplinas. La primera de ellas fue probablemente la llevada a cabo por uno de los precursores del llamado séptimo arte: Thomas Alba Edison con una primera y curiosa versión de Frankenstein en 1910, en la que de forma premonitoria y en base a un sencillo simbolismo, se planteaba la figura del monstruo como un reflejo de la monstruosidad de su creador haciendo de ambos la misma persona. Pero serían las definitivas versiones del mito literario llevadas a cabo por el director James Whale, El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein o el moderno Prometeo, las que no sólo popularizarían la imagen del Monstruo personificado por Boris Karloff y su ya mítica imagen con las cejas caídas, la mirada ausente y los tornillos asomando tras su prominente mandíbula, sino que llegarían a confundir el nombre de su creador, Victor Frankenstein, con el del monstruo en la cultura popular. Estas dos excelentes películas, especialmente la magistral La novia de Frankenstein, supondrían por un lado una brutal simplificación del substrato filosófico y humano del original literario, y por otro el comienzo de la rentabilización del mito creado por Mary Shelley, como dan cuenta las numerosas secuelas llevadas a cabo por la productora que apadrinó gran parte de los mitos fantaterroríficos para el cine durante la década de los treinta del siglo pasado. Con la criatura como protagonista absoluto como mártir tan incomprendido como peligroso en su soledad a la fuerza y el doctor Frankenstein como desabrido y plañidero comparsa, la Universal daría el agónico  carpetazo al mito haciendo aparecer al Monstruo una y otra vez con los más dispares intérpretes bajo el mítico maquillaje comentado algo más arriba en parodias como Abbot y Costello contra los monstruos o en un monster-mash como La mansión de Drácula. Alrededor de una década más tarde sería la ya mentada en una nota al pie anterior Hammer Films la encargada de darle un necesario lavado de cara a un mito cinematográficamente (muy) venido a menos. Fue en boca de un alcoholizado James Carreras, durante la fiesta de final de rodaje de la exitosa El experimento del Dr. Quatermass, cuando se dio a conocer el objetivo de la productora: hacer una nueva versión cinematográfica del original de Mary Shelley, rodada a todo color y con un nivel de truculencia impensable en versiones anteriores. Dicho y hecho, y pese a la paternalista desconfianza del resto del equipo que tomó las palabras de Carreras por entusiastas alardes de un productor achispado, la Hammer no sólo cumpliría las dos condiciones recién mencionadas, también situaría en La maldición de Frankenstein al Doctor Frankenstein interpretado por Peter Cushing como protagonista absoluto, dejando a un lado y en el papel de consecuencia real y física de los vaivenes morales del doctor a la criatura interpretada por esta vez por Christopher Lee. Tras esta magnífica película, y gracias a su éxito, las inevitables secuelas no se harían esperar. La venganza de Frankenstein, Frankenstein creó a la mujer, El cerebro de Frankenstein, The Evil of Frankenstein o el film que nos ocupa son parte del saldo dejado por el taquillazo que supuso la primera película sobre el mito llevada a cabo por Terence Fisher. El realizador repetiría con gran parte del equipo técnico y con Peter Cushing como progresivamente enloquecido Doctor en cada una de las películas cada vez más vagamente inspiradas en la novela de Mary Shelley… y curiosamente sin que la calidad mermara prácticamente en ninguno de los casos. Más adelante, y con el film que se analiza en esta entrada como potente canto de cisne de la saga frankensteniana por parte de la Hammer Films, el mito de Frankenstein iría resurgiendo muy esporádicamente y con resultados tremendamente desiguales. La curiosa Flesh for Frankestein, auspiciada por Andy Warhol y dirigida por Paul Morrisey y Antonio Margheriti en el mismo 1973 en que Frankenstein y el monstruo del infierno vería la luz, el blaxplotation Blackenstein, alguna aparición en las irrisorias películas del luchador de lucha libre mexicana El Santo, o algunas aportaciones por parte de Jacinto Molina/Paul Naschy, suponen algunas de las muestras más destacables aunque no necesariamente buenas sobre el personaje y su monstruo. Incluso un film con más pedigrí como es la muy posterior Frankenstein de Mary Shelley, dirigida y protagonizada por Kenneth Brannagh como Frankenstein y Robert De Niro como la Criatura, no acaba de alcanzar la pegada que Fisher logró casi cuarenta años antes, pese a contener algunos instantes impresionantes y hacer gala de cierta fidelidad al original literario, sin que ello implique -por mucho que la publicidad del film se emperrara en ello en su día- que la película sea ni mejor ni peor que si hubiese obviado por completo la novela de Mary Shelley. Además, existen incontables adaptaciones del mito hechas de forma apócrifa en muchas ocasiones haciendo antes referencia a las adaptaciones cinematográficas que a la fuente literaria de la que beben. Allí están Eduardo Manostijeras como mayor y mejor muestra de las constantes referencias a los films de James Whale (cuya figura y su relación con sus films sobre Frankenstein motivaron el excelente film Dioses y monstruos) en parte de la filmografía de Tim Burton, el divertido petardeo de The Rocky Horror Picture Show o de forma mucho más desafortunada, la lamentable Van Helsing, soporífera película dirigida por Stephen Sommers entre muchas, muchas otras muestras de la vigencia de un mito que no cesa de reinventarse y que ha logrado sobreponerse a la estética impuesta por el cine para convertirse prácticamente en un concepto.

[5]Algo que resulta bastante revelador si se tiene en cuenta lo mucho que gustaba la Hammer de incluir escotadísimas mujeres hasta en los instantes en que dichas prendas no podrían ser más incómodas. Ya sea para remarcar lo mortecino del entorno descrito en Frankenstein y el monstruo del infierno, en el que ni siquiera hay lugar para suaves erotismos como válvula de escape ante tanta sordidez, o por la coherencia narrativa que haría ridículo que una mujer se paseara ligera de ropa por un mundo lleno de imprevisibles locos, este film de Fisher supone una extraña isla de asexualidad dentro de una parte importante de su filmografía. O quizás es, como decía Jesús Franco, porque definitivamente y con o sin escotes, la Hammer hacía películas de horror para recatadas octogenarias inglesas.

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