jueves, 20 de marzo de 2014

LAS ZAPATILLAS ROJAS



En 1845, el prolífico cuentista Hans Christian Andersen[1] relató las desventuras de una pequeña y descalza huérfana que, desobedeciendo a su anciana y bondadosa madrastra, se hacía con unas zapatillas de color carmín sobre las que una vez que se comienza a bailar, es humanamente imposible detenerse. Pero la maldición que obliga a la pobre niña a danzar y danzar sin motivo hasta el agotamiento desaparece con el arrepentimiento de haber mentido a su amorosa cuidadora, inconsciente del engaño debido a su creciente ceguera. Poco más de un siglo después, a través de una moraleja aún más claustrofóbica por imposible de solucionar pero con mayor aliento poético y narrativo, tuvo lugar la adaptación británica para la gran pantalla de la obra primigenia del cuentista danés: Las zapatillas rojas, pergeñada al albur por el tándem creativo formado por Michael Powell[2] y Emeric Pressbuger[3] en 1948.
Película que, además de revolcarse en aguas más próximas al melodrama romántico que sus precedente escrito, recoge su herencia para catapultarse a un apabullante espectáculo audiovisual de primera categoría que plasma la dicotomía entre la que se mueven, siempre insatisfechos como almas en pena rondando por un triángulo amoroso, sus protagonistas. La más sufrida de los mismos, y objeto de deseo de todos los demás, es Victoria Page (Moira Shearer), una joven bailarina aspirante a estrella de buena cuna que quema sus energías en escenarios de mala muerte y peor reputación mientras suspira por encontrar un lugar mejor en el que desenvolver su talento para la danza. Su suerte profesional y personal da un vuelco cuando es contratado por el prestigioso director de ballet Boris Lermontov (Anton Walbrok), que poco antes ha reclutado entre sus exigentes filas a Julian Craster (Marius Goring), un joven y temperamental compositor al que utiliza como director de orquestra que recibe el encargo de Lermontov de reescribir el ballet que da título al film. Durante el trabajoso proceso creativo, Victoria desempolvará su talento encarnando sobre el escenario a una joven que una vez se ha enfundado las zapatillas rojas obsequiadas por un pintoresco personaje, no dejará de bailar hasta desfallecer. Pero también, y a partir de la estrecha colaboración profesional que se verá obligada a mantener con el compositor Craster, encontrará el amor en brazos del hombre que pone la música a sus pasos de baile, ante la celosa mirada del contratista de ambos[4]. Un amargado Lermontov que sólo responde ante una claustrofóbica máxima artística de visos insalubres: o se elige la vida terrenal con sus amoríos y placeres varios, o se elige la gloria musical, sacrificada pero inmortal a ojos de la Historia. Entre estos dos polos, personificados uno de ellos en el vivaracho compositor de la partitura, por parte de las delicias terrenales de una vida plácida, y el otro en la figura del petulante creador de la obra que da título a Las zapatillas rojas, se debate Victoria… en un combate que el talento audiovisual de Powell y Pressburger convierte prontamente en desigual hasta alcanzar el fatalismo.

Porque si algo destaca en Las zapatillas rojas más allá de su melodramática base argumental o su férrea narrativa, es su artisticidad. Su impresionante envoltorio audiovisual, con todos y cada uno de sus elementos en perfecta coreografía, que logra una atmósfera ensoñadora de ribetes góticos dotada de una elegancia difícilmente igualable y con poco, o nada, en común con el mundo a este lado de la pantalla. Gracias a esta estrategia -cuya vigorosa plasticidad y cromatismo diluye las fronteras entre lo que ocurre en el escenario, entre ensayos y representaciones finales, y lo que pasa fuera de él, entre atardeceres imposibles y paseos de un romanticismo que no es de este mundo- Las zapatillas rojas se convierte en un juego de espejos entre lo que lo que se explica durante los espectáculos de baile y lo que tiene lugar en el mundo que habitan los personajes. Un vistoso universo de tonos ocres, y fastuosos decorados que parecen tales, que va ordenándose según la lógica del ballet de Las zapatillas rojas, sucediendo la historia relatada sobre el escenario también fuera de ella en las vidas de los que intervienen en el baile. La primera representación del ballet que da título al film supone el mejor ejemplo de este progresivo solapamiento entre las porosas fronteras entre fantasía y realidad, o en el caso que nos ocupa, baile y vida. En esta larga, barroca y elaboradísima escena que representa el techo de la sofisticación formal que corroe toda la película, la planificación se despliega ante los ojos del espectador en estampas de una apabullante elaboración visual, se iluminan zonas oscuras que dotan de un nuevo orden y sentido cromático a todos los elementos que parecían completar el espacio fílmico hasta ese momento. Y también se repasan algunos de los miedos y anhelos de la protagonista, identificándose completamente la figura del diabólico zapatero que regala las zapatillas rojas a la joven interpretada por Victoria Page con las de los dos hombres que, voluntariamente o no, la harán bailar sin descanso condenándola a ser para siempre la chica de las zapatillas rojas que nunca volverá a encontrar la paz y el equilibrio ni sobre ni fuera de los escenarios. Esta portentosa secuencia[5], dotada como casi todo el film de una modernidad en recursos y lenguaje fílmico que dejaría en mantillas a gran parte del cine contemporáneo, ya advierte no sólo de lo que está por venir sino que también despierta la impresión de estar asistiendo a una película en la que los espacios mentales y físicos no son estancos, sino que a cada minuto responden menos a la voluntad de los protagonistas y más a la armonía musical que se va adueñando de ellos y de Las zapatillas rojas en su totalidad. Esta musicalidad que vertebra el film y acaba siendo la lógica bajo la que se mueven y respiran los personajes se percibe a veces de manera despreocupada, como con la vodevilesca iniciativa de Lermontov de obligar a su bailarina a desayunar, comer y cenar escuchando las melodías sobre la que bailará en el escenario de manos del compositor que acabará siendo su amante, y otras de forma más evidente y perturbadora, como en la representación de una obra en la que Victoria interpreta un androide que imita uno por uno los pasos dictados por su creador. Momentos como estos, que se hallan desperdigados por todo el metraje del film que poco a poco van concretando una visión que acabará siendo profética: la que ilustra al arte devorando la vida hasta hacerla bailar a su son y finalmente extinguirla cuando acaba siendo un estorbo. Situando así Las zapatillas rojas en una esfera en el que arte (o lo que tiene lugar sobre el escenario) y vida (lo que tiene lugar fuera de él) devienen indistinguibles y moverse y responder al mismo compás… de no ser porque lo que se ve y oye en Las zapatillas rojas es de una belleza y armonía imposibles en el mundo que habitamos a este lado de la pantalla, cuyo reflejo no tiene cabida en la película. Así, esta voluntad artística, cuyo musical sentido de la maravilla rescata del más vetusto cartón piedra muchas escenas que de no ser por ello se verían rematadamente falsas, también rescata Las zapatillas rojas de la previsibilidad que se va adueñando de la trama, virando lo estereotipado de su libreto hacia el terreno de lo fantástico, y de allí y a unos pocos pasos, al fatalismo romántico más desaforado. De esta manera, el dúo creativo Los Arqueros[6] se sitúa, casi sin quererlo, de lado del amargamente diabólico Lermontov, haciendo de las situaciones y emociones que manan de los personajes de la película material dramático con el que destilar un placer estético (y trágico) de primera categoría en el que por muy absurdo que pueda parecer lo que se nos narra con mano maestra, todo parece lógico por armonioso.

Resulta extremadamente difícil encontrar un plano en Las zapatillas rojas que no responda a una visión casi pictórica del encuadre o en el que la impresionante dirección de fotografía de Jack Cardiff no sea digna de aplauso, pero también es harto complicado encontrarla esteticista o directamente funcional. La mayor virtud de Las zapatillas rojas, que aúna otras muy numerosas pero de menor escala, es que su brillantísima estética no parece buscar lo narrativamente adecuado, aunque a buen seguro lo consigue siendo la historia y su desarrollo perfectamente narrada muy por encima de la mera funcionalidad, sino que parece regodearse en una bellísima armonía que, no por causalidad y a la par de la magnífica partitura sonora del film, hacen de Las zapatillas rojas una película musical en sentido estricto, más allá de la acepción genérica del término. Y gracias a esta armonía que concatena las imágenes de Las zapatillas rojas a modo de fascinante sinfonía audiovisual, no sólo gana en imágenes una historia previsible sobre el papel y según los cánones propios del cuento de hadas por los que transita a conciencia la película, también hacen la absurda dicotomía, en los términos en los que se plantea en el film de Powell y Pressburger, sobre la que pivota Las zapatillas rojas, creíble y emocionante.
La elegantísima puesta en escena de la que hace gala el film transforma instantes tan cotidianos -en la parte más afortunada del mundo del espectáculo- como puede ser la firma de un contrato en una visita a terrenos más oníricos que realistas, en los que Victoria, tocada con una corona, sube por los escalones de una enorme mansión que se diría abandonada hasta encontrarse con un Lermontov que le ofrece el que será, en más de un sentido, el papel de su vida. Momentos como este, que ni es el único ni el mejor de los muchos que remiten a motivos reconocibles en cuentos de hadas pero sí uno de los más evidentes, alzan por un lado el vuelo de Las zapatillas rojas como ensoñadora película de aires arrebatadoramente románticos, pero también sacan a flote un guión cuya base dramática habría sido sonrojante de no haber sido servido con la pericia que Powell y Pressburger colman sobradamente.

De no ser por ello, la brutal dicotomía entre la que se sitúa la joven bailarina se despeñaría por el más absoluto ridículo al que se asoma la película en su tramo final, comparativamente el más precipitado de Las zapatillas rojas, aquel en el que la historia del ballet y la de las vidas que en él han participado se solapan de forma tan obvia y en ocasiones un tanto forzada, que acaban por ser, casi literalmente a ojos del espectador, marionetas al servicio de una visión del mundo que bajo su pletórico colorido, sólo permite un maniqueo blanco o negro como opciones vitales. Y en un mundo, el de Lermontov, en el que sólo se puede ser la más deslumbrante estrella del firmamento escénico, o una miserable ama de casa que sólo existe para amamantar a su hambrienta y llorica prole, el creador del ballet se erige como perfecto y torturado demiurgo, y la película un exuberante reflejo de su temible y preciosamente triste visión de la humanidad. Lermontov, figura trágica ataviada de ropajes oscuros y parapetado siempre tras una gafas de sol que acentúan su antinatural palidez, actúa como Dios omnipotente pero para nada invulnerable a tener que elegir entre dos mundos irreconciliables para él.  Su figura, similar a la del vampiro que mora por enormes caserones casi a oscuras regodeándose en su propia miseria, se nutre del talento de los que lo rodean hasta dejarlos secos de toda vida no sin antes infectarlos de su misma enfermedad, que le impide disfrutar por miedo a distraerse de su misión, dirigida con mano férrea desde los contornos del encuadre, en las zonas oscuras desde las que aparece y desaparece con una velocidad pasmosa, como observador en la sombra. Pero gracias a la aureola cuasi mítica que desprende al nunca mostrarse por completo hasta algo avanzado el metraje, estando presente en todas las conversaciones e impulsar todos los elementos de la trama hasta hacerlos orbitar siempre a su alrededor, Lermontov, como Pressburger y Powell en un jugoso paralelismo entre el director del ballet y la profesión de director de cine, es el filtro a través del cual se dirime la imposible moraleja del film igualmente dotada de su retorcida y talentosa aptitud para la tragedia, ingrediente imprescindible para alcanzar la alta graduación artística necesaria para sus elevados pero inhumanos fines. Fagocitando a sus colaboradores convertidos en piezas de un sublime engranaje que hace arte de sus cadáveres del mismo modo que Las zapatillas rojas dinamita todo puente con nuestro mundo para exhibirse como cine puro. O, en este caso, como Arte.

Título: The red shoes. Dirección: Michael Powell y Emeric Pressburger. Guión: Emeric Pressburger, Michael Powell y Keith Winter como dialoguista, inspirándose en el cuento original escrito por Hans Christian Andersen. Producción: Michael Powell y Emeric Pressburger. Dirección de fotografía: Jack Cardiff. Montaje: Reginald Mills.  Música: Brian Easdale. Año: 1948.
Intérpretes: Moira Shearer (Victoria Page), Marius Goring (Julian Craster), Anton Walbrook (Boris Lermontov), Léonide Massine (Grischa Ljubov), Ludmilla Tchérina (Irina Boronskaja).


[1]Nacido el 2 de abril de 1805 en la localidad de Odense, en Dinamarca, Hans Christian Andersen es a día de hoy uno de los más reconocidos cuentistas de la historia de la literatura. De familia pobre pero instruida, Andersen abandonó sus estudios en 1816 tras la muerte de su padre para dedicarse en cuerpo y alma a la lectura de clásicos de la literatura. En 1819 viajó hasta Copenhagen con la intención de convertirse en cantante de ópera, profesión para la que se descubrió negado y que en su afán de alcanzarla casi lo dejó en la ruina. Pero a pesar de su fracaso, consiguió afiliarse a la escuela de danza siendo admitido como bailarín, además de enamorarse de uno de sus compañeros de escuela dando sus primeros pasos en su agitada bisexualidad, que culminó con numerosos matrimonios que tuvieron lugar más adelante.  Pasó unos años en la escuela de Elsinor, de los que afirmó más adelante fueron los peores de su vida, hasta que en 1827 abandonó el lugar y publicó su primer poema: El niño moribundo en una prestigiosísima revista literaria. A partir de ahí, se dedicó a plasmar por escrito las impresiones que recogía durante el transcurso de una de sus mayores aficiones como era viajar, para luego enviarlas a periódicos que las iban publicando. En 1831 apareció Fantasía y esbozos, una compilación de poemas que precedería en cuatro años a su primera novela: El improvisador. Aunque no tuvo demasiado éxito en líneas generales, sí fue lo suficientemente prolífico como para compensarlo y hacer de la escritura su sustento, con sus cuentos de hadas para niños como las más famosas y numerosas de sus creaciones. Suyos son El patito feo, el cuento que inspira la película que se analiza aquí y que respondía al nombre de  Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo o La sirenita entre muchas otras, hasta alcanzar la cifra de 168 cuentos escritos hasta 1872. En la primavera de ese mismo año, Andersen se hirió al caerse de la cama y jamás se recuperó. Murió en 1875, dejando atrás un legado literario de cuya más famosa parte, formada por cuentos infantiles, fue paradójicamente de la que menos orgulloso estaba.

[2]Alrededor de la vida y milagros de Michael Powell, pueden encontrar un bosquejo biográfico en una de las notas al pie de la entrada referida a El fotógrafo del pánico, publicada en este blog en el mes de enero de 2014. Película que, curiosamente, mantiene muchos paralelismos entre dos de sus protagonistas, el enfermizo cinéfilo Mark Lewis, y el torturado Boris Lermontov de Las zapatillas rojas, ambos obsesionados, cada uno a su destructiva manera, por hacer de la vida un mero pozo del que sacar fuerzas para llevar a cabo Arte a cualquier precio.

[3]Nacido Imre József Pressburger  en Miskolc, Hungría el 5 de diciembre de 1902, fue periodista en su país natal y Alemania tras cursar sus estudios en Praga y Stuttgart. Empezó su carrera como guionista cinematográfico en 1920 en la UFA alemana, pero se vio obligado a exiliarse a París con el ascenso del nazismo. Allí siguió escribiendo guiones hasta que viajó a Inglaterra, país en el que se nacionalizaría en 1946, para trabajar en una serie de filmes de propaganda antinazi bajo el ala del productor Alexander Korda y su productora London Films, de la que vivieron muchos profesionales del cine húngaro que habían huido del régimen autoritario liderado por Adolf Hitler. Allí conocería a Michael Powell, con el que más tarde formaría la asociación creativa The Archers, explicada de forma más pormenorizada en una nota al pie algo más abajo. Se casó dos veces, y su descendencia encontró fortuna en el cine inglés más o menos contemporáneo, ya sea como directores o productores. Emeric Pressburger murió el 5 de febrero de 1988 a la edad de 85 años.

[4]Según parece, y más allá de la inspiración del film en el cuento original de Andersen, la historia amorosa de Las zapatillas rojas estaba vagamente inspirada en el encuentro entre Sergei Diaghilev, fundador del Ballet Ruso, con la bailarina Diana Gould, atraída por Diaghilev para pasar a formar parte de su compañía. Pero su muerte truncó las posibilidades de ingreso de Gould, que se casó con Yehudi Menuhin ¿inspiración para el Julian Craster del film de Powell y Pressburger? En cualquier caso, el paralelismo entre Diaghilev y Lermontov fue asumida por Powell, que aseguró haber tomado también algunos rasgos del productor J. Arthur Rank y de su propia persona para matizar el retrato del amargado demiurgo de Las zapatillas rojas.

[5]La partitura sonora de este segmento del film fue dirigida por Sir Thomas Beechman, mientras que la del resto del film lo fue por parte de Brain Easdale, compositor de la banda sonora del film en su totalidad. Además, el impresionante baile, a la altura de las no menos formidables maneras fílmicas de Powell y Pressburger, fue coreografiado por Robert Helpmann, que también interpretó el papel de novio de Victoria en el ballet. Tanto Powell como Pressburger querían que gran parte del elenco actoral estuviese formado por bailarines antes que por actores, y por ello reunieron algunas de las figuras del mundo de la danza de entonces como la protagonista Moira Shearer, el mentado Helpmann o Léonide Massine, que interpretaba al divertido Graschi en la película, exacerbando las posibilidades musicales del film respecto al primer guión original, fechado en la época en la que tanto Powell como Pressburger trabajaban en London Films, bajo las órdenes de Korda y como vehículo de lucimiento de la mujer de este último, Merle Oberon.

[6]El equipo creativo formado por Michael Powell y Emeric Pressburger fue bautizado por ellos mismos como The Archers o Los Arqueros y germinó durante la estancia de ambos en la productora llevada por Alexander Korda. Fue gracias a la participación de ambos en el film El espía de negro de 1939, que Powell dirigió y cuyo guión fue reescrito por Pressburger, donde nació la amistad y colaboración profesional que les llevó a participar juntos en un total de diecinueve películas. No fue hasta 1942, con la película One of our Aircraft is missing, cuando adoptaron definitivamente el nombre de The Archers como denominación de su unión profesional, certificando que el film que se estaba a punto de ver en pantalla respondía a sus respectivos pareceres sin cortapisas ni influencias externas de estudios o otros productores. Incluso escribieron un manifiesto con cinco puntos: el primero hacía referencia a ser los únicos ante los que su película debía responder económicamente siendo suyas tanto las pérdidas como las ganancias, el segundo aseguraba que todo lo bueno y lo malo de sus films era fruto de su responsabilidad y criterio personal, sin ninguna injerencia ajena a su propia manera de entender el cine, el tercero decía que cuando se les ocurría una idea capaz de soportar una película sobre sus hombros, tardarían al menos un año (o más) en rodarla, ya que ese periodo de tiempo era el mínimo imprescindible para que una película pudiese llevarse a cabo con los mínimos de calidad exigible por Los Arqueros. La penúltima cláusula aseguraba que ningún artista está a favor del escapismo (algo que podría dudarse viendo Las zapatillas rojas) y que la Verdad es lo que el público desea ver, enfrentarse a su desnudez, y el último punto prometía mostrar respeto profesional y personal  a todo el equipo implicado en las películas firmadas por Los Arqueros, desde el primero al último y siempre teniendo en cuenta que el trabajo de todos ellos se supeditaba a las necesidades de la película. Su método de trabajo era por lo general siempre el mismo: Powell y Pressburger eran incapaces de trabajar juntos en la misma habitación, y el último de los mencionados era el encargado de escribir una primera versión del guión que iba pasando de las manos de uno a las del otro hasta cobrar su forma definitiva. Los diálogos y lo que se pretendía decir a través de ellos eran ideados por Pressburger, pero las palabras definitivas acababan siendo fruto de la imaginación de Powell, que por lo general era también quien dirigía los filmes de Los Arqueros aunque Pressburger siempre estaba en el rodaje aportando ideas y procurando que las nuevas aportaciones no perturbaran el buen desarrollo del guión. Ambos producían y participaban activamente en los ensayos con los actores y el equipo técnico, que algunas veces se convertían en colaboradores asiduos (como el director de fotografía Jack Cardiff o un joven David Lean que comenzó su carrera como montador antes de saltar a la dirección) a los filmes de la pequeña compañía, y cuando el rodaje había terminado, era Pressburger quien supervisaba el montaje -Powell se dedicaba a descansar durante esa parte del proceso del film- prestando una especial atención a la confluencia entre imágenes y banda sonora, fruto de su educación musical y su experiencia personal como violinista en Hungría. De esta colaboración nacieron películas tan reputadas como Vida y muerte del Coronel Blimp, El narciso negro, Cuentos de Hoffman o el film que se analiza en esta entrada, y co-producciones ajenas a la dirección de cualquiera de los dos miembros de Los Arqueros. La asociación entre Powell y Pressburger se deshizo en 1957 tras el rodaje de I’ll meet by moonlight, para reunirse de nuevo esporádicamente para rodar They’re a weird mob y The boy who turned yellow en 1966 y 1972 respectivamente, aunque eso no impidió que siguieran siendo grandes amigos y hiciesen sus respectivas carreras por separado. A día de hoy, y pese a las variadas impresiones que provocaron en la crítica cinematográfica en su día, el dueto Powell y Pressburger ha sido revalorizado por generaciones de cineastas como Martin Scorsese y Brian de Palma (que afirman que Las zapatillas rojas es una de las mejores, sino la mejor, películas de la historia del cine) y gran parte de los analistas cinematográficos contemporáneos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario