jueves, 6 de marzo de 2014

INDIANA JONES Y EL TEMPLO MALDITO



Se ha dicho en infinidad de ocasiones que el cine firmado por Steven Spielberg[1], tanto en su vertiente más dramática como en la más festiva, es poco menos que una costosísima atracción de feria. Esta por lo general malintencionada máxima sentenciada desde algunos púliptos de la crítica cinematográfica, encuentra su perfecta y autoconsciente destilación en la antesala del clímax de Indiana Jones y el Templo maldito, pluscuamperfecto ejemplo de lo cinematográfico entendido y asumido  como puro circo: una carpa en el que el número final consiste en una vagoneta de mina que circulando a una vertiginosa velocidad, abandona los raíles que la sostienen sobre un mar de incandescente lava y, tras un angustioso instante en el aire, vuelve a caer de nuevo sobre las guías metálicas que la  aguardan providencialmente al otro lado del abismo. Además de pura declaración de principios de Spielberg y su compinche y productor George Lucas[2] -otro de los nuevos prestidigitadores del cine norteamericano que durante años ha aguardado sentencia desde el banquillo en calidad de acusado por el crimen de llevar al cine a una nueva Edad de Piedra[3]- como máximos responsables de la segunda epopeya  del aventurero doctorado en arqueología encarnado por Harrison Ford[4], esta escena también resume lo mejor y lo peor de Indiana Jones y el Templo maldito, sus flaquezas y fortalezas.

Así, y construido en base a dos fragmentos intensos y trepidantes y un parte intermedia que en su quietud, y aunque sea por comparación, revela el enorme vacío sobre el que se sostiene el film de Spielberg en su totalidad, Indiana Jones y el Templo maldito, da comienzo un año antes de lo ocurrido en En busca del arca perdida, en un lujoso club privado de la ciudad de Shangai. Lugar que tan pronto como la película alza voluptuosamente el telón, se revela como imposible, irreal a todos los niveles: introducidos por el cabarestesco baile de la guapa Willie (Kate Capshaw), los espectadores se ven inmersos en una película de dimensiones y contornos vaporosos, capaz de ocultar, tras unas cortinas, una habitación de proporciones tan descomunales que ni se aprecian sus límites, repleta de bailarinas ejecutando un bien engrasado número musical espoleado por la voz de la cantante entonando un revelador Anything goes (Todo vale, en su traducción literal del inglés) en mandarín[5]… y que no se acalla con el silencio de la mujer, sino que se filtra hasta su fondo como omnipresente rumor sobre el que se flota, elegante y caricaturesco a partes iguales, el mundo puesto por Spielberg ante nuestros ojos. El exultante barroquismo de esta escena da paso a otra, aparentemente más cotidiana y reconocible en términos cinematográficos poblada por prototípicos parroquianos de ojos rasgados y grotescos bigotes entre los que Spielberg se apresta a mostrar al Dr. Jones en plena negociación con tres miembros de una mafia china local, discutiendo los términos de su acuerdo económico sobre el canje de unas valiosas gemas. La charla pronto llega a su fin, pero lo hace en un trepidante y violento tiroteo que desenrosca la escena hasta desplegar todos los elementos que la conforman, para luego reorganizarlos en una enredada comicidad capaz de  hacer palidecer en su rebuscadísima e ingeniosa coreografía, de un ritmo casi musical, al espectáculo de variedades que abría el film.
A partir de este asombroso inicio (sitiado en el club llamado, para más inri, Obi Wan[6]) la acción se propulsa sobre incontables persecuciones sólo sometidas a la ley del más-difícil-todavía: huidas en el último minuto a bordo de un aeroplano, lanchas inflables que se deslizan monte abajo, o peleas compuestas a modo de cómico ballet, minan hasta el detrimento todo elemento dramático mínimamente capaz de poner palos en las ruedas al revolucionado tren en miniatura gobernado por un pletórico y juguetón  Spielberg.

Un vehículo de todo tipo de trucos cinematográficos que, sin esconder su condición de divertimento sin ninguna relación con nuestro mundo y las normas que lo rigen, aminora para repostar su argumento en una pequeña aldea hindú, en cuyos exóticos alrededores llenos de peligros transcurre gran parte de Indiana Jones y el Templo maldito. Allí, el personaje hecho inseparable del Harrison Ford que lo interpreta,  acompañado por su jovencísimo y pequeño ayudante Tapón (Jonathan Ke Quan) y la histérica Willie, se enfrenta a oscuras fuerzas que hunden sus raíces en la superstición y la oscuridad de la selva, personificada la figura del brujo Mola Ram (Amrish Puri) como líder de un violento grupúsculo Thug. Con el film adentrándose en territorios moralmente más turbios y visualmente mucho más oscuros y grotescos, el hechicero de esperpéntico nombre ejecuta su diabólico plan maestro que le permitirá controlar el mundo y someterlo bajo una única religión basada en sacrificios humanos a su diosa Kali, secuestrando a todos los niños y niñas del lugar para utilizarlos como mano de obra en las minas que esconden la piedra Shivalinga, llave del poder que permitirá a los Thug gobernar el planeta. De este modo, la oscuridad propia de un cuento de hadas en el que no falta ni la figura paterna más déspota (Ram) como encarnación de un subterráneo y oscuro Mal, enfrentada a la luminosidad sin mácula del heroico Jones acompañado de su comparsa femenina y un niño al que trata como un (buen) padre[7], se adueña de un ya para entonces raquítico relato que pronto se anega entre putrefactos cadáveres, repulsivos menús que abren boca con  sopas de caldo con ojos humanos como tropezones de primero, y concluyen con helados de cerebro de mono de postre. Y la catarata de nauseabundos efectismos continúa: legiones de insectos, rebuscadísimas trampas que con el paso del tiempo se han convertido en fosas comunes repletas de mondos esqueletos, corazones arrancados que aún palpitan bajo la alucinada mirada de sus antiguos amos y del público… Todo suma sobre la indudable impresión de estar ante la película más oscura de una saga que ya cuenta con cuatro filmes en su haber[8], aunque paradójicamente resulta aquel en el que la violencia se percibe de manera menos intensa.

Los elementos deliberadamente retorcidos que primero ribetean y luego forjan el escatológico carácter de Indiana Jones y el Templo maldito, rellenando el hueco dejado por su débil guión, acaban por ser a base de agolparse los unos sobre los otros, puro y vistosísimo ornamento sobre una historia envuelta en  llameantes tonalidades rojo sangre que se agota rapidísimamente, quedando muy por detrás del monumental espectáculo que el film de Spielberg se jacta  de ser a los cuatro vientos. De esta manera, las escenas que componen el deslavazado cuerpo de la película podrían ser vistas de forma independiente las unas de las otras, conectadas entre ellas por vínculos dramáticos tan débiles que son prácticamente innecesarios, y peor aún, resueltos mediante soluciones tan peregrinas y absurdas que la tensión, en lugar de acumularse, se diluye. Vista como una película en la que la cáscara ha resecado la pulpa, Spielberg se impone un continuo movimiento a ninguna parte: al contrario que en el caso del resto de films de la saga, Indiana Jones y el Templo maldito carece de tramas secundarias y sólo en escasísimas ocasiones consta de algunas acciones en paralelo que no parecen buscar la angustia, sino enriquecer escenas que aumentan su caudal mediante el efecto de bola de nieve sin ensanchar el significado de lo que muestran sus imágenes, que si bien no carecen de capacidad de sorprender ni de sentido de la maravilla, no desprenden como se decía ni un ápice de suspense. Su planificación, pese al endiablado ritmo que marca tanto por el montaje como por su dinamismo interno, es expositiva y busca un logrado efecto inmediato que no encuentra un eco en el desarrollo posterior de la historia. No hay lugar para dobleces o ambigüedades de ningún tipo en Indiana Jones y el Templo maldito: todo es frontal, y en su colosalismo tan ocasionalmente vigoroso, muestra el exotismo de los lugares en los que tiene lugar su acción como coloristas instantáneas sobre las que pasa de largo sin llegar a adentrarse en ellas. Lo estereotipado de unos personajes sin matices, ya sean un Indiana Jones más canalla, viril, y decidido que en ninguna otra entrega, pero también carente de la torpeza que lo hacía vulnerable, o una insoportable Willie como gritona y rubia comparsa tan guapa como irritante dan lugar, por ejemplo, a una historia de amor que no se sostiene sino es como impepinable peaje. Y que, más aún, no parece ser otra cosa que una excusa para construir una enésima y talentosa set-piece con el único ánimo de divertir al público. Todo ello aunque sea a costa del más mínimo sentido de la lógica no sólo realista, sino tampoco dentro de una causalidad narrativa que en Indiana Jones y el Templo maldito es continuamente bombardeada por la obvia intención de sus responsables de entretener a la platea a toda costa y por encima de todo límite que tenga que ver con lo razonable, si con ello alcanza el grado de emoción suficiente. Así, todo, ya sean los elementos visuales del film, la música de John Williams, la pobre historia y los resultones diálogos plasmados en un guión que estorba más que apoya la acción, y los actores perfectamente caracterizados en sus papeles, se supeditan sin tregua al efecto que el film pueda provocar en sus espectadores, más allá de la propia unidad de la película y hasta de su lógica interna, no en vano y de forma bastante inteligente, presentada como desbordante e irreductible a los confines del relato y los encuadres desde el colorista inicio de Indiana Jones y el Templo maldito.

Quizás por eso, Indiana Jones y el Templo maldito trufa el enorme vacío sobre el que planea durante todo su metraje con el catálogo de divertidas asquerosidades que sorprenden al espectador sin por ello llegar a perturbar su ánimo, apunta elementos históricos de calado como las relaciones entre la India y su colonizadora Inglaterra para luego despacharlos como un mero tema de conversación entre los personajes, la aparición en la trama del culto milenario de los Thug[9] o, en definitiva, aborta toda sensación de riesgo o peligro que pueda cernirse sobre sus personajes, arrebatándoles la acción de sus manos y dejándola en manos de la casualidad más imposible que en sus mejores momentos se traduce en pura sorpresa y en los peores en los más desopilantes deus ex machina imaginables. Nada resulta demasiado terrible, ni tampoco terrorífico haciendo de lo que apunta hacia los lugares más turbios de la trama algo que jamás se mantiene el tiempo suficiente como para llegar a inquietar excesivamente el ánimo de un espectador adulto más divertido que preocupado por el desarrollo de una trama que ni se ensucia ni mancha a aquellos que asisten a ella. Visto así, ni el paternalismo cultural, ni la lamentable visión de la mujer como adorno debería ser tomado más en serio que el resto del film, pura atracción de circo sin más objeto que poner ante el espectador elementos ya reconocibles y exagerarlos, sacándoles el polvo al revolucionar su dinamismo hasta sostenerlos en un aire que acaba por viciarse un poco.
Esta falta de auténtica mala baba, pese a la viscosidad atmosférica de la mejor película de la saga, la hace más espectacular, más irreal, y relativamente más disfrutable que si el film hubiese decidido verse a sí mismo y lo que cuenta en serio y, pese a quien pese, también más libre que de haber optado por un camino menos hilarante, aunque desgraciadamente no por ello menos emocionante. Desplegándose siempre en línea recta y sin mirar a los lados, el film de Spielberg saca fuerzas de escenas de acción perfectamente coreografiadas que alcanzan un barroquismo que sólo busca, y ahí es nada pese a que podría ser más, epatar y divertir a partes iguales, quedándose ocasionalmente en un algo frustrante término medio en el ecuador de su metraje que funciona mucho mejor cuando amplía su espectacularidad dentro de un mismo plano que se despliega en incontables detalles que cuando la planificación divide el espacio, acotándolo. Tal y como el film de Spielberg elide todo aquello que pueda espesar el fondo del film por considerarlo superfluo para sus fines. A resultas del atolondrado espíritu festivo de Indiana Jones y el templo maldito la infernal mina, en la que malviven los infantes robados por Ram y sus secuaces, parece una sádica desviación de un parque de atracciones en el que en lugar de disfrutar de un emocionante paseo en montaña rusa, los niños y niñas desfallecen de inanición mientras la construyen, la maldad vira hacia la divertida travesura, y la película en su conjunto una especie de carísimo y bizarro tren de la bruja, que justo cuando empieza a inquietar al espectador infantil ya está empezando a resultar demasiado hilarante  como para ser realmente aterrador para el adulto.

El bulímico apetito del film de Spielberg, jugado bajo las normas de un humor que en ocasiones, como cuando hace las veces de motor de escenas de acción, funciona pero que en otras no, aproxima el maravilloso y contagioso hedonismo del Todo Vale de su inicio a un nihilista (y, visto lo visto, tristemente visionario) Todo da Igual que convierte al público en un divertido pero frustrado convidado de piedra. Esta porosa frontera entre una y otra manera de ofrecer un espectáculo que se regodea en sí mismo, se reblandece hasta lo translúcido en los peores momentos del film, y a buen seguro se habría venido abajo en manos de uno de los muchos realizadores menos dotados que el máximo responsable de Indiana Jones y el Templo maldito. Pero este no es el caso de un Spielberg, erigido por propios y extraños en un difícilmente igualable estándar cinematográfico, que como la vagoneta cuya aparición da comienzo al mejor y más intenso tramo del film, cae milagrosamente (o no, más bien por talento) de pie tras saltar un abisal vacío tras el que vuelve a poner su película en el febril movimiento que la convertido, por derecho propio, en una de las cumbres del demasiado denostado, tanto por parte de la crítica como se diría que de algunos de sus creadores, cine de evasión.
Es en la persecución sobre raíles que tantas veces, a las que se suma el principio de esta entrada, ha servido como metáfora del nuevo y vacuo cine de atracciones impulsado por Spielberg, cuando esta segunda entrega de las aventuras del arqueólogo alcanza su cénit y retoma el libertario y frenético rumbo del que hacía gala al inicio del film. Milimetrada en su intensísima construcción y dotada de un ritmo endiablado como pocas veces se ha visto en una pantalla, Spielberg valida su apuesta por el más irreal escapismo dotando de armonía y espesor formal el sinsentido general de su film gracias a un cosquilleante, por divertido, sentido de la emoción que ya no lo abandonará hasta su conclusión. Llevando al espectador a una impresionante y nada fácil forma de ver y, para lo bueno y para lo malo y al gusto de cada uno, vivir el cine como parte de un espectáculo vacío, pero en el que todo vale. Todo, damas y caballeros, menos aburrir.

Título: Indiana Jones and the Temple of Doom. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Willars Huyck y Gloria Katz a partir de un argumento original de George Lucas. Producción: Kathleen Kennedy, George Lucas, Frank Marshall y Robert Watts. Dirección de fotografía: Douglas Slocombe. Montaje: Michael Kahn. Música: John Williams. Año: 1984.

Intérpretes: Harrison Ford (Indiana Jones), Kate Capshaw (Willie Scott), Jonathan Ke Quan (Tapón), Amrish Puri (Mola Ram).





[1]Para los que quieran obtener algunos datos alrededor del llamado Rey Midas del Nuevo Hollywood, pueden revisar la nota al pie que se encarga de parte de su vida y milagros cinematográficos en la entrada dedicada a la magistral Tiburón, publicada en este blog en el mes de agosto del pasado 2013.


[2]George Walton Lucas Junior nació el 14 de mayo de 1944 en la localidad californiana de Modesto. Estudió en la Downey High School mientras se aficionaba a las carreras de automóviles, hobby que acabó causándole tal furor que decidió ser piloto de carreras para ganarse la vida. Pero un accidente de coche, que prácticamente acabó con su vida, le hizo cambiar de opinión y modo de vida, enrolándose en la afamada escuela de cine de la USC (Universidad del Sur de California). Allí llevó a cabo numerosos cortometrajes, entre los que se incluía el mediometraje THX: 4EB, con el que ganó el premio del festival nacional de películas de estudiantes durante el curso de 1967-1968. Ese mismo curso consiguió una beca que le permitió asistir al rodaje de un film de bajo presupuesto, Finian’s Rainbow, dirigido por un incipiente Francis Ford Coppola, con el que entablaría amistad y crearía la compañía cinematográfica American Zoetrope en 1969. El primer proyecto de la pareja creativa bajo el paraguas de la nueva productora sería una versión larga del premiado mediometraje de Lucas bajo el título de THX 1138, interesante film de ciencia ficción cuya historia y puesta en escena se diría en las antípodas de la saga galáctica que haría de Lucas el popularísimo realizador que fue no mucho tiempo después. Un par de años más tarde, y tras crear Lucasfilm Ltd. Lucas dirigiría la entrañable American graffiti, que le mereció el globo de oro y cinco nominaciones a los premios Oscar. Durante 1973 y 1974 se dedicó en cuerpo y alma a escribir el guión de lo que acabaría siendo la celebérrima La guerra de las galaxias, hito de la cultura popular como pocos, inspirándose en el comic Flash Gordon, del que Lucas era un rendido admirador, y el clásico de Franklin J. Schaffner El planeta de los simios. En esa época, también pretendía escribir una saga a modo de homenaje del cine de aventuras de los años treinta y cuarenta que sería el germen que daría lugar a la serie de Indiana Jones, pero debido a la negativa de parte de las productoras, Lucas prosiguió en su empeño alrededor de la saga galáctica que le daría fama y toneladas de dinero. Con ese objetivo, en 1975 creó la compañía de efectos especiales ILM y otra dedicada a los efectos de sonido bajo el nombre de Sprocket System, que más adelante se convertiría en Skywalker Sound. La maldición que pesaba sobre su libreto de La guerra de las galaxias llegó a su fin gracias a una reunión en la Twentieth Century Fox, en la que acordó ceder su salario como director a cambio del 40% de las ganancias de taquilla del film, amén de ser propietario de todos los derechos de merchandising… Dejando a un lado la suerte que pudieron correr los implicados en esa reunión visto lo que ocurrió a continuación, La guerra de las galaxias se estrenó en 1977 tras un accidentado rodaje que acabó con Lucas en el hospital bajo el diagnóstico de hipertensión, y supuso uno de los mayores éxitos de taquilla de la historia del cine que además acaparó siete nominaciones a los Oscar en su año. Pero el estrés del rodaje de esta magnífica película hizo mella en el ánimo del realizador, que para las siguientes entregas se refugió en sus labores de productor y sin tenir que pedir un céntimo a la Fox para poder costearlas, cosa que hizo gracias a préstamos bancarios saldados con los beneficios que daban los films. La primera de ellas, El imperio contraataca fue dirigida por Irwin Kershner y escrita por Lawrence Kasdan, dando lugar a resultados menos espectaculares y, dentro de la blancura generalizada, más turbios pero tanto o más emocionantes que el original. Algo que no ocurriría con la divertidísima El retorno del Jedi, dirigida por Richardd Marquand, que supondría un catálogo de monstruitos en pantalla que no desmerecía en absoluto a las dos entregas anteriores. En 1980 escribiría y produciría En busca del arca perdida, primer episodio de la saga de Indiana Jones, en la que repetiría funciones en la película que nos ocupa, mientras que en Indiana Jones y la última cruzada de 1989 se encargaría exclusivamente de las labores de producción ejecutiva para regresar al terreno del guión con Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, de 2008, que también produciría. Tras años produciendo películas ajenas o participando en los departamentos de sonido y efectos especiales a través de sus compañías ILM y Skywalker Sound, Lucas volvería al ruedo de la dirección en 1999 con La amenaza fantasma, algo desabrido primer capítulo de la saga de La guerra de las galaxias (misteriosamente rebautizada Star Wars a partir de ahí), que supondría el inicio de una nueva trilogía cronológicamente anterior a la original filmada en los años setenta y ochenta. Pero ni El ataque de los clones, en 2002 ni la muy superior y la mejor película de la nueva trilogía La venganza de los Sith en el 2005 lograron equipararse en calidad ni resultados en taquilla con las tres películas primigenias. Desorbitadamente opulento y convertido al budismo dentro de su grandísimo rancho (bautizado como Skywalker Ranch), Lucas no ha dejado de exprimir los frutos de su saga galáctica hasta la saciedad, invadiendo el mercado con muñecos y todo tipo de cachivaches de coleccionista y el mercado doméstico con nuevas disgresiones y rellenos de las películas estrenadas en la gran pantalla. Pero, pese a quien pese, el nombre de Lucas es y parece que seguirá siendo, visto el anuncio de una nueva trilogía de la saga de La guerra de las galaxias en las que participará como consultor creativo, sinónimo de la comercialidad más rampante, pero también de un entretenimiento tan aparatoso y ocasionalmente logrado como inocente en su sencillez de fondo.


[3]Más allá de las incontables acusaciones por parte de la crítica y una porción menor del público de infantilismo galopante en prácticamente todas las películas de Spielberg y Lucas, ya sea juntos o por separado, ha sido su condición de instaurar el entretenimiento más espurio como norma industrial lo que ha levantado las iras de muchos de los detractores del dúo creativo. Así, sagas como la de La guerra de las galaxias, la de Indiana Jones o prácticamente toda la filmografía de Steven Spielberg como director o productor, han sido vistas como un retroceso a los tiempos en los que el cine se basaba en meros trucajes con el objetivo no de hacer pensar a sus espectadores sino, para horror de muchos críticos y espectadores repelidos por la mención de la palabra espectáculo, sorprenderlos. Esta forma de entender el cine no como visión sino como ilusión, fue bautizada en su día como Cine de atracciones, por sus similitudes con la emoción de subirse a una montaña rusa o una noria, y también con la inconsistencia racional de la misma. Este autoconsciente impulso de hacer del cine un lugar de ensueño con poco o nada que ver con la vida real aunque sea de forma mínimamente oblicua, que tantos varapalos supuso para Spielberg y Lucas, fue jugada a favor suyo y de viva voz en la mentada escena de la persecución en la mina de Indiana Jones y el Templo maldito, que inicialmente estaba planteada para En busca del arca perdida. Se puede estar de acuerdo en la algo cansina tendencia de una parte del cine surgido desde entonces de promover un espectáculo que cuando no cuaja llega a ser terriblemente aburrido, o de establecer una más que perniciosa separación entre pensar y entretenerse, que se ha erigido como carta blanca de un garrulismo entendido como (falso, o al menos insuficiente) hedonismo. Pero de ahí a poner en picota y al completo una forma de entender el cine, a pesar de la antipatía que provoca el que goce de todos los parabienes de promoción y producción habidos y por haber hasta convertirse en un insustancial estándar, media un abismo. Además, como se dice por ahí y por mal que les sepa a los puristas, uno de los secretos para la buena vida es una dieta variada.


[4]El personaje de Indiana Jones (apodo de Henry Walton Jones Jr.) nació en 1973 de la mano de George Lucas, con la idea de recrear en una saga de tres películas el espíritu aventurero de algunos filmes de los años 30 y 40 puestos en circulación por la Republic Pictures. La idea inicial de Lucas era crear dos sagas independientes y diferenciadas en género y, más relativamente, en su tono. La segunda saga planteada acabó por ser la primera en ver la luz: fue la de la mítica La guerra de las galaxias y su revisión de algunos lugares comunes de la ciencia ficción de bajo presupuesto de décadas anteriores, la que se adelantó en el tiempo al primer borrador de la saga aventurera que tendría como protagonista a un arqueólogo a la búsqueda de objetos antiguos y de gran valor histórico. Esta saga, inicialmente bautizada como Las aventuras de Indiana Smith, fue presentada al guionista y excelente director Philip Kauffman, que planteó el Arca de la Alianza como el primero de los objetos de búsqueda del por entonces Indiana Smith. Pero Kauffman abandonó el proyecto al ser llamado a filas por Clint Eastwood para dirigir el tumultuoso rodaje del film El fuera de la ley del que Eastwood era protagonista, cuyas riendas acabó tomando el actor tras tener algunas diferencias con el director o, según las malas lenguas, directamente robándole la batuta de la película. Pero por fin la idea cristalizó al mismo tiempo que lo hacía la amistad de Lucas con otro joven realizador de nombre Steven Spielberg. Ambos coincidieron en la ciudad de Maui, buscando relajarse tras los éxitos de La guerra de las galaxias y Encuentros en la tercera fase, y Spielberg le dijo a Lucas que pretendía dirigir un film de James Bond, a lo que el realizador de la saga galáctica opuso una idea mejor, la del arqueólogo Smith. A Spielberg le encantó la idea y entre ambos cambiaron el nombre de Smith a Jones y, desde su privilegiada posición de certificados revientataquillas, llegaron a un acuerdo con Paramount para filmar bajo su ala cinco películas sobre el personaje. Y lo demás es historia del cine y de la cultura popular, con referencias a la picardía del actor Errol Flyn y la paternal rudeza de Charlton Heston como ingredientes que forjarían el carácter de Jones y un Harrison Ford que se hizo con el papel en el último momento, después de que un inconsciente Tom Selleck lo rechazara y Spielberg tuviese que echar mano de él tras verlo en La guerra de las galaxias y ante unas fechas de rodaje que se aproximaban vertiginosamente. Tras el éxito del film, llegaron las secuelas que aún no han llenado el cupo de cinco películas firmado con la Paramount, las míticas adaptaciones al mundo del videojuego, las novelas cortas y una serie de televisión con un joven Indiana Jones como protagonista de las más variopintas aventuras durante la tumultuosa primera mitad del siglo XX.


[5]Esta canción, como todo el acompañamiento musical de la obra teatral de la que forma parte, fue escrita por Cole Porter en 1934. Representada por primera vez en Broadway ese mismo año, y con un libreto escrito por Guy Bolton y P.G. Wodehouse, Anything goes, la canción reversionada en mandarín en el film de Spielberg que nos ocupa trata sobre la fugacidad del amor en tiempos cada vez más acelerados, centrándose en la obra teatral en la relación amorosa entre un marinero y una mujer casada con el capitán del barco. Aunque el sentido que el tema ocupa en Indiana Jones y el Templo maldito parece más enfocado hacia una visión desenfrenada del cine como lugar en el que todo puede ocurrir.


[6]Obvia referencia al mítico Obi Wan Kenobi interpretado primero por Alec Guiness y más tarde, aunque más joven, por Ewan McGregor en la saga de La guerra de las galaxias. No es este el único guiño al cine de Steven Spielberg o George Lucas que aquí se autocitan en alguna ocasión: muchos de los chistes de Indiana Jones y el Templo maldito son el eco de situaciones y gestos del arqueólogo ya mostrados en la anterior En busca del arca perdida pero aquí de manera casi paródica, aparecen algunos de los colaboradores habituales del dúo Spielberg-Lucas como el guionista Wyllard Huyck (que algo más tarde perpetraría como director y bajo la producción de Lucas la desarmante y muy desaprovechada Howard. Un nuevo héroe, comentada en este blog en el mes de noviembre de 2012), o los actores Dan Aykroyd (que había participado en la fallida 1941 de Spielberg) y Jonathan Ke Quan (que tenía uno de los papeles protagonistas en la mítica producción de Spielberg Los Goonies) en el papel de Tapón. Además de esta viciada autoreferencialidad, Indiana Jones y el Templo maldito juega con nombres de sus personajes hasta mencionar el nombre de Fu Man Chu y, por algo será, hace del monte que ha inmortalizado el logo de la productora Paramount Pictures parte de la escenografía de su primera secuencia. ¿No será porque esta entrega de la saga de Indiana Jones se exhibe sin pudor como una película, como pura ficción sin nada que ver con una realidad que se apaga cuando el film da comienzo?


[7]La unidad familiar, uno de los temas predilectos de Spielberg y muy habitual en su cine, es mostrada en Indiana Jones y el Templo maldito de forma tan somera que podría ser pura casualidad. El huérfano Tapón es apadrinado por Indiana Jones tras perder a sus padres, y si el arqueólogo parece encontrar en la figura de Willie a su amante de turno, Spielberg halla la pieza que le faltaba para completar su visión de la familia. Una visión que esta vez tienen su contrapunto en la figura de un Mola Ram que maltrata a sus incontables hijos, niños robados de sus hogares y arrojados a un infierno en la tierra puesto sobre sus hombros por un brujo cuya malvada y figurada paternidad contrasta sobremanera con la ruda pero en el fondo tierna de Jones. Incluso en el momento en el que Indiana Jones es envenenado y pierde la conciencia sometiéndose voluntariamente a los designios de Mola Ram, llegando casi a asesinar a Willie y golpeando a Tapón, el personaje interpretado por Harrison Ford encarna al diabólico padre y esposo que no es. No por casualidad, y de nuevo en uno de los lugares comunes del cine de Spielberg, siempre acusado y no sin razón (aunque con muy relativa importancia) de políticamente conservador, el Orden se restablece con la caída del Mal pero se certifica con la improvisada unión familiar (como ocurrirá en la tercera y cuarta entrega de la serie de Indiana Jones) conformada por Jones, Willie y un divertido Tapón como único hogar por el que luchar y que hay que defender. Por algo será que algunos atribuyen la oscuridad de esta entrega de la saga de Indiana Jones, al hecho de que tanto Lucas como Spielberg se encontraban en sendos divorcios de sus respectivas esposas durante el proceso de producción de Indiana Jones y el Templo maldito.


[8]La gestación del proyecto que acabó siendo Indiana Jones y el Templo maldito tuvo lugar antes de comenzar el rodaje de En busca del arca perdida. Un apretón de manos entre el director Spielberg y el guionista y productor George Lucas selló el destino de un film que acabaría por ser la primera de, al menos por ahora, cuatro entregas. Pese a las reticencias del realizador, Lucas consiguió convencerlo de que, si se encargaba de llevar a cabo la primera de las aventuras de Indiana Jones, debería completar una trilogía. El éxito de taquilla propició esta segunda entrega que, en opinión de Lucas y tal y como ya había hecho en El imperio contraataca respecto a la saga de La guerra de las galaxias, debía ser más oscura ya que y según sus palabras “antes de que las cosas vayan bien, deben ir mal”. Dicho y hecho, y pese a las reticencias de Spielberg que consideraba el tono demasiado tenebroso para lograr conectar con la audiencia de forma satisfactoria, Indiana Jones y el Templo maldito supuso y supone una buena muestra de un trampantojo de cine infantil demasiado violento para ciertas jóvenes edades pero tampoco lo suficientemente terrorífico como para no asustar a los adultos. Este punto intermedio atenúo un poco la de todos modos más que considerable recaudación en taquilla del film, pero supuso el varapalo de la crítica, que al contrario que en casi todos los demás filmes de la saga, la machacó. Años más tarde, ni Spielberg ni Lucas están especialmente orgullosos del resultado obtenido y pese a no repudiar al film ni tampoco considerarlo un fracaso, Lucas opina que quizás el resultado habría sido superior bajo un tono más luminoso, y Spielberg, que asegura habérselo pasado en grande durante el rodaje, se casó con la protagonista femenina Kate Capshaw al finalizar la película, y sólo por eso ya agradece haber podido dirigirla.




[9]La secta de los thug, aparecida durante el siglo XVII, acogía en su seno a feligreses de la fe hindú y la musulmana, que se dedicaban a robar y a asesinar a viajeros desprevenidos tras ganarse su confianza. Adoraban a la diosa tántrica hindú Kali, pese a promulgar que el origen de su culto era musulmán, y consideraban que los crímenes perpetrados por sus miembros, generalmente por estrangulación y mediante un pañuelo amarillo en honor a una encarnación del dios Shiva como dios de la destrucción, eran un deber religioso insoslayable y su única forma de sustento. La dirección de los diferentes grupúsculos Thug unidos por una misma fe recaía muchas veces en sus miembros más veteranos, algunos de los cuales entraban a formar parte de las filas de la secta a muy tierna edad, siendo alimentados por los mismos que poco antes asesinaban a sus familiares y los adoptaban y educaban en la fe Thug. También había entre sus seguidores gente que vivía en la pobreza y se unía al culto como forma de supervivencia. Gracias a su clandestinidad, que les llevó a usar un argot propio llamado ramasi, lograron pasar desapercibidos y esquivar cualquier problemática que pudiesen tener con las autoridades hindúes, pese a que los colonialistas británicos los erradicó alrededor de la década de 1830. Su área de acción tenía lugar en la India, por la que se desplazaban en grupos de entre 10 y 200 miembros y creían que cada crimen de sangre perpetrado mantenía alejada a la destructiva diosa Kali a un milenio por víctima. Aunque teniendo en cuenta que su ratio alcanza la friolera que oscila entre cincuenta mil y dos millones de asesinatos, podemos sentirnos tranquilos al respecto durante mucho, mucho tiempo.

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