miércoles, 6 de agosto de 2014

INDIA SONG



En la India de la década de 1930 y durante la estación del Monzón de un indeterminado verano, tuvo lugar el encontronazo amoroso que unió el destino de la deseada y promiscua Anne-Marie Stretter (Delphine Seyrig), correspondida en su amor por su marido Michael Richardson (Claude Mann) que consentía las constantes infidelidades de esposa, con el torturado camino del anónimo Vicecónsul de Francia en Lahore (Michael Londsdale). Bajo la ominosa presencia de la lepra y una creciente  miseria que asoló el país durante esa época, esta historia de amor frustrado nació, creció y murió en su cénit durante dos apasionados días.
O así lo aseguran las palabras que dotan de sentido al conjunto de gélidas y bellas imágenes que conforman India Song, que sólo cobran vida cuando una pareja de voces las pronuncian Porque este argumento, desgranado aquí en unas pocas líneas, se construye lánguidamente el film dirigido por Margueritte Duras[1], película que hace de su escasa y hasta estereotipada trama la totalidad de su narración[2], desarrollándose de forma a veces pormenorizada en miradas que cruzan las amplias estancias recogidas desde la distancia por Duras y su equipo, y en otras ocasiones basándose en una insobornable austeridad formal que provocan que India song sólo logre alcanzar la larga duración de la que hace gala gracias a los incontables silencios y contemplativa cadencia de sus imágenes, dado lo limitado de la obsesiva narración que se desprende de ella. Y es precisamente esa condición de India song como película construida como  una narración en proceso de construcción en el más estricto de los sentidos, la que hace del film de Duras uno tan particular capaz de ningunear la importancia de su argumento, utilizando el triángulo amoroso que supuestamente ocurrió en uno de los países más superpoblados del mundo como excusa para transitar caminos dramáticos, y narrativos, mucho más complejos.

Una película que se bifurca en la extrema dicotomía entre la que se divide el apartado formal que acaba por convertirse en el tuétano dramático de India Song, revelando su cualidad de narración casi más verbal que visual de este film de Margueritte Duras: la que se establece entre las imágenes del film, pobladas ocasionalmente por Stretter, Richardson o el Vicecónsul entre otros amantes de la acaudalada mujer, y su banda sonora, compuesta por voces humanas, murmullos surgidos de riachuelos próximos o del viento perfilándose entre las hojas de los árboles, o melodías que suenan una y otra vez hasta lo obsesivo y que, como los anteriores sonidos recién comentados, no surgen de la imagen, o de la realidad que pretende plasmar, sino que se imprimen sobre ella, brotando de un lugar que jamás se muestra al público. Esta relativa independencia sonora respecto al visual, que no implica una desvinculación absoluta pese a que la relación que establecen ambos aspectos del film responda a una determinada intencionalidad muy alejada de la habitual relación de causalidad entre imagen (causa) y sonido (efecto), supone la culminación de un proceso de abstracción que hace del film de Duras uno especialmente evocador… aunque también dotado de una fortaleza de principios que puede llegar a provocar el más profundo desapego en el público por su denodada morosidad. La primera imagen de India Song ya supone, respecto a esta abstracción de la que hace gala Duras durante todo el metraje, una declaración de principios por parte de su máxima responsable. Una parsimoniosa puesta de sol, rojo y abandonado a su suerte en un cielo gris del que la imagen no muestra un suelo u otro límite que el horizonte creado por el amplio encuadre del plano, abre una película que a decir de las dos voces femeninas que entran y salen de la banda sonora a placer y más o menos ajenas a lo que puede contemplarse en las imágenes, tiene lugar en una India abrasadoramente calurosa.

Pero de ambas afirmaciones, la geográfica y la térmica, sólo la referente a las elevadas temperaturas encuentra, dentro de cierta ambigüedad, su probable correspondencia en la bonita estampa que muestra como el astro rey desaparece de la vista bajo los cánticos hindúes de una mujer a la que una de las dos jóvenes francesas, ausentes fisicamente del plano pero fuertemente presentes mediante su voz, identifican con una mendiga que supondrá una de las escasas referencias a una pobreza que, de nuevo a decir de las dos jóvenes, asola el país. Inmediatamente después de esta imagen contextualizada por la información que más que refutada es evocada o directamente inventada por parte de las dos mujeres cuyas voces aparecerán esporádicamente durante todo el metraje de India Song, la película se vuelca en mostrar un conjunto de bellas estampas meramente paisajísticas, sin presencia humana y ajenas a todo intento de contextualizar la historia mediante algún elemento folclórico que las sitúe en el lugar en el que se asegura transcurre India song… que podría no existir en absoluto[3]. Poco a poco, y regodeándose finamente en el lujo de los escenarios interiores, desprovistos como decía  de todo tránsito de hombres o mujeres, Duras opone la opulencia sin mácula de los salones de Stretter y Richardson a un mundo exterior que es pasto del desgaste del tiempo, en un sorprendente contraste que de la mano del desarrollo de la película acaba por resultar perfectamente coherente. Así, imponentes panorámicas que muestran un nada afectado decadentismo generalizado erosionando la mansión de la que hemos podido contemplar su lujoso interior y que parece ahora un mausoleo a la espera de que la naturaleza que lo rodea lo haga definitivamente suyo con los años, rodeada por unas enmohecidas pistas de tenis deterioradas por el abandono de sus jugadores y propietarios y, por encima de todo, el aplastante silencio que envuelve la zona boscosa en la que se encuentra el imponente edificio, conforman un paisaje en el que la humanidad parece haber perdido su lugar y que, más importante aún, contradice hasta cierto punto las entrecortadas frases completadas a dúo por las dos jóvenes francesas que abren brecha en la banda sonora del film de Duras, cuando hablan de una India sobrepoblada o una historia de amor que en ausencia de hombres y mujeres, se sostiene en el aire.

Esta aparente contradicción, que inicialmente sume en una larga confusión la capacidad  atención del público que sólo se sostiene por lo estéticamente bello de algunos de los planos iniciales de India Song, se desarrolla con (o pese a) la aparición de las primeras figuras humanas, mudas desde el principio hasta el final del film de Duras, y de una antinatural lasitud de movimientos ocasionalmente tan exasperante en su artificiosidad como lograda en su irrealidad, imprescindible para los evocadores fines sobre los que se existe y se sostiene la película. Porque la mentada, y muy sorprendente, banda sonora de la película que oscila entre una serie de diálogos que nunca se erigen como generadores de identificación para con público ni tampoco como omniscientes narradores de la película, y algunos sonidos de fondo que no siempre encuentran su correspondencia en las imágenes sobre (y nunca desde) las que las sitúa Duras, crean una distancia con lo que se ve en pantalla que pese al desapego que provoca también revela lo artificioso, por lo dudoso de sus elementos siempre cuestionados, de India song como narración. Rizando el rizo, a las dos jóvenes voces que poco a poco van perfilando los lentos inicios de una historia de amor que pese a verse en pantalla y debido a su acritud formal sólo se va delimitando a partir de sus palabras hasta pensarse que sólo existe o cobra un sentido a través de ellas, se suman pronto otras nuevas, que tanto dan su opinión alrededor de los acontecimientos que tienen lugar en la película como se preguntan las unas a las otras alrededor de los factores que han colocado a todos los hombres y mujeres que moran por Indian Song en la situación en la que se encuentran. Así, y mediante esa aparentemente sencilla pero férrea estrategia, Duras sitúa las voces de aquellos hombres y mujeres que se escuchan en Indian Song, ya sean de bocas jóvenes o adultas pero todas ellas expresándose siempre en francés, en un lugar y tiempo que nunca se concreta pero independientes a lo que puede contemplarse en pantalla. Gracias a la excelente coordinación de todos estos elementos, y sin ceder en su aplomo formal ni hacer ninguna concesión narrativa que convierta India Song en una historia narrada a toro pasado a modo de largo flash-back, Duras consigue no sólo crear una historia a partir de la palabra, capaz de dotar de sentido a una serie de imágenes deslavazadas y brutalmente desdramatizadas, sino de dotar a su película de una muy lograda sensación de somnolienta evocación.

De este modo, y siendo ésta una película hablada en el sentido más estricto, pues India Song sólo existe y se articula a través del habla de un grupo de comentaristas externos a la realidad del film convertida aquí en pura irrealidad gracias también a la gélida estrategia formal de la que hace gala la directora, cabe matizar que el film de Duras no se explica a través de sus diálogos, que tienen lugar siempre fuera de campo pese a que sin excepción  hagan referencia a lo que tiene lugar dentro de él, sino que surge a través de ellos. Esta cualidad creativa de la palabra en India Song, sumada al nebuloso enclave histórico en el que tiene lugar la historia narrada en el film de Duras y la extraña y mecánica cadencia de la muy austera planificación, dotada de un estatismo sólo comparable a la rigidez de los actores que encarnan a mudos paseantes de una mansión que en su decadencia se diría abandonada hace ya muchos años y con una distribución casi pictórica de sus cuerpos en los encuadres, dotan a la película de una textura forzadamente artística pero afortunadamente también fantasmal,  que arrebata el centro dramático del film a su más que  trillado argumento. Así, las largas peroratas de los diferentes comentaristas del film, que repite una y otra vez escenas protagonizadas por unas muy desapasionadas figuras humanas, parecen invocar unos hechos transcurridos en una época, la del colonialismo, que pertenece a un pasado pasto exclusivo de la memoria nacional y, gracias al escaso énfasis con el que Duras sobrevuela las posibilidades políticas de India Song -a modo de retrato de la Europa  colonial que ha perdido toda validez o credibilidad como relato- también personal y polifónica en  la variedad de tonos, opiniones o versiones de lo que pueda contemplarse en pantalla. De esta manera, la memoria de los personajes anónimos e invisibles que aseguran conocer los acontecimientos que tienen lugar en India Song, contornean con sus palabras lo mostrado en imágenes hasta fundir su recuerdo en una creación[4] que es planteada y mostrada como tal en la película, haciendo del pequeño drama amoroso que sustenta el triángulo amoroso entre Anne-Marie Stretter, Michael Richardson y el Viceconsul una historia de fantasmas que parecen condenados a repetir, sin saberlo pero una y otra vez, una serie de acontecimientos que quizás tuvieron lugar o tal vez sean sólo producto de la imaginación de los hablantes. Probablemente por ello, las primeras apariciones de seres humanos en la película los asemeja a títeres que despiertan, y prácticamente aparecen literalmente, ante las voces que los convocan a situarse en un lugar que parece prácticamente un decorado, sembrando una pantanosa zona de duda generada por la fría distancia formal de un film situado a un paso de la más pura y rígida teatralidad, alérgica al potencial melodrama pasional que anida en su argumento, y aventurando posibles diálogos entre los personajes que aparecen en las imágenes de la película sin que estos abran la boca en ningún momento. 

Todo en India Song parece una construcción con la extrañeza y el desapego como norma, un juego de sombras perfecta y antinaturalmente coreografiadas que aclaran algunas de sus zonas gracias a agentes externos a una acción que sin su intervención resultaría incomprensible en su austeridad dramática, compuesta de estampas que describen desde la distancia una serie de detalles que sólo el habla es capaz de revelar, o incluso hacer germinar en el ánimo del espectador sin que ni siquiera aparezcan en pantalla. Las emociones que puedan brotar de la trágica figura del Viceconsul o de la muerte anunciada de Stretter, atenuadas hasta lo exangüe por el intencionado desapasionamiento de unos intérpretes de movimientos más propios de muertos vivientes que capaces de los apasionados gestos que les imbuyen las voces, quedan así supeditadas a una muy conseguida atmósfera de irrealidad que en ocasiones concede cierta sensualidad de ribetes oníricos nada estereotipados al conjunto de la película. Gracias a estos pequeños asideros, India song derrite ocasionalmente la gelidez que se desprende de un inicio necesariamente críptico para sus fines que poco a poco y a base de paciencia, permite establecer un sentido dramático ocasionalmente poético que va mucho más allá de la que, a decir de los comentaristas del film de Duras, se supone es la premisa argumental de la película. Una historia de amor a tres bandas que, gracias a la agotadora lasitud de la puesta en escena con la que Duras conduce necesariamente India Song por terrenos más cercanos a lo etéreamente onírico que a lo físico y real, se convierte en una gélida reflexión, indivisible de la narración de la película, sobre la creación de un relato a partir de la memoria y viceversa.

Título: India song. Dirección y guión: Marguerite Duras. Producción: Stephane Tchalgadileff. Dirección de fotografía: Bruno Nuytten. Montaje: Solange Leprince. Música: Carlos d’Alessio. Año: 1975.
Intérpretes: Delphine Seyirg (Anne-Marie Stretter), Michael Lonsdale (Vicecónsul de Francia en Lahore), Michael Richardson (Claude Mann), Mathieu Carrière (Joven agregado de la Embajada), Vernon Dobtcheff (Georges Crawn), Didier Flamand (Invitado de los Stretter), Satashin Manila (Voz de la mendiga).


[1]Marguerite Germaine Marie Donnadieu nació el 4 de abril de 1914 en Gia Dihn, cerca de Saigón, hoy parte de Vietnam pero por entonces parte de la Indochina francesa, un lugar que marcaría tanto su infancia como su obra posterior llevada a cabo durante la vida adulta. Tras pasar sus primeros años junto a su madre, cuyo desapego por su hija fue uno de los temas recurrentes en la muchas veces autobiográfica escritura de Duras, en 1932 viajó hasta Francia para estudiar Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas, de donde sacó los conocimientos necesarios para trabajar como secretaria en el ministerio de las Colonias entre los años 1935 y 1941. En el interín, en 1939, contrajo su primer matrimonio con Robert Antelme, con el que tuvo un hijo que falleció tres años más tarde en un 1942 en el que, casualidad o no, se enamoró de Dionys Mascolo, que fue su amante, padre de un nuevo hijo, y compañero en la Resistencia Francesa durante la Segunda Guerra Mundial. En 1943 escribió su primera novela, La impudicia, a la que seguiría La vida tranquila, escrita un año después. El mismo año en que, durante la guerra, su marido Antelme fue hecho prisionero y enviado a un campo de concentración, tras una emboscada de la que Duras salvó la vida gracias a la intervención del futuro presidente de la república francesa François Mitterrand. Al finalizar la guerra, Duras cuidó a Antelme hasta que finalmente se divorció de él, en 1946. Se afilió como militante en el Partido Comunista, del que fue expulsada en 1955, años durante los que no dejó de trabajar: Un dique en el pacífico, de 1950, fue la novela de inspiración autobiográfica que la dio a conocer al mundo, escrita con la mirada puesta en sus memorias de infancia, consideradas por ella misma como una realidad más posible que irrefutable. El arrebato de Lol V. Stein, El Vice-cónsul o El amante inglés están consideradas algunas de sus mejores novelas. Tras coquetear con el mundo del cine como guionista de la mítica Hiroshima mon amour en 1959 y bajo la batuta de Alain Resnais, Duras emprendió una carrera cinematográfica como realizadora que abarcó entre los años 1966 y 1984, combinando sus incursiones en la realización cinematográfica con sus labores como escritora, alcanzando un éxito de crítica sólo comparable a la indiferencia de gran parte del público. En el mismo año de la culminación de su carrera cinematográfica, Duras editó una de sus más famosas novelas: El amante, que narraba los recuerdos de su despertar a la sexualidad en Indochina a los catorce años y que fue exitosamente adaptada al cine posteriormente por Jean Jacques Annaud, prolongando aún más el éxito de una novela que fue traducida a cuarenta idiomas. Su última novela, de un total de alrededor de cuarenta, fue C’est tout, escrita en 1995, culminando una carrera que también contó con doce obras teatrales y una legión de seguidores equiparables en número a sus detractores. Marguerite Duras, establecida como uno de los mitos artísticos y vitales del siglo XX, murió un año después, el tres de marzo de 1996, de cáncer de esófago.

[2]El tortuoso camino de India song hasta su definitiva forma de largometraje comenzó en 1972, cuando fue escrito en forma de novela por encargo de Peter Hall, director del National Theatre de Londres, que más tarde la adaptaría al formato teatral que para lo bueno y para lo malo discurre como un rumor de fondo en las imágenes de la película estrenada en 1975. La inspiración de los hechos narrados en India song, ya sea en el libro, la obra o la película, tiene su origen en una novela anterior de Duras: El Vicecónsul, escrita inmediatamente después de la que le sirvió igualmente como base, llamada La mujer de Ganges. Aunque a decir de la propia Duras “Los personajes evocados en esta historia han sido extraídos del libro El Vicecónsul y situados en nuevas zonas narrativas. No es posible, pues, remitirlos nuevamente al libro ni leer India Song como una adaptación cinematográfica o teatral de El Vicecónsul (…) En realidad, India Song es una consecuencia de La mujer del Ganges. Si La mujer del Ganges no se hubiera escrito, India Song tampoco existiría.”

[3]Según parece, todas las referencias geográficas de India Song son falsas: se tarda bastante más de una sola tarde en viajar desde Calcuta a la desembocadura del Ganges, ni tampoco al Nepal, la capital administrativa de la India aparecida en la película es Calcuta, cuando en realidad debería ser Nueva Delhi. La cacareada melodía India Song, que cada vez que es mencionada empieza a brotar de las imágenes sin saber nunca de donde proviene, no existía hasta poco antes del rodaje del film, y según Duras fue crucial para establecer el moroso tempo de una película a la que pretendía, consiguiéndolo esporádicamente, dotar de una atmósfera más musical que narrativa. Por otro lado, los interiores que copan gran parte del metraje de India Song fueron filmados en París, y los planos exteriores de la impresionante mansión que hace las veces de Embajada en la película, son en realidad del Palacio Rothschild, en Boloña. Esta serie de desconexiones respecto a la auténtica Calcuta respondió en parte a la negativa de Duras de ver ninguna fotografía de un territorio del que sólo tenía algunos recuerdos de la infancia que se convirtieron en el particular, y coherente, timón creativo de la película.

[4]Este elemento dramático, crucial para el audiovisionado de India Song, surgió precisamente de la mentada La mujer del Ganges, de la que algunas voces ajenas a lo narrado, cuestionan lo que ocurre desde su propio punto de vista, desde su propia memoria. Según parece, algunas de las frases aparecidas en La mujer del Ganges fueron trasplantadas a India Song variando así tanto su sentido como el contexto en el que se insertan en la película. A decir de Duras, y en una afirmación bastante discutible, “Las voces de las dos mujeres están afectadas de locura. Su suavidad es perniciosa. El recuerdo que tienen de la historia de amor es ilógico, anárquico. (…) La primera voz se apasiona con la historia de Anne-Marie, y la segunda se consume con su pasión por la primera voz.” Al parecer, el objetivo de Duras no era sólo narrar una historia de amor, creándola a partir del verbo al enfrentarse a la imagen, sino además revelar el amor que se profesan las voces a cuyas propietarias jamás llegamos a ver… A cambio, la tercera y cuarta voz, masculinas ambas,  juegan un papel diferente: la tercera aterriza en la película desde la ignorancia de lo parece haber ocurrido en el pasado pero que en el film es el presente. Y la cuarta voz le informa de todo lo ocurrido hasta recordarle al propietario de la tercera voz que él también conocía estos acontecimientos. Según Duras y en una ambición que,  al menos para el que escribe, no llega a fructificar durante el transcurso de India Song, ambos hombres están fascinados por la historia narrada en la película, lo que ocurre es que uno ha logrado zafarse de dicha fascinación hasta que resulta contagiado por el (relativo) entusiasmo del otro, en una bastante poco modesta pretensión por parte de la realizadora y creadora de la historia. En cualquier caso, todas las voces oídas en la película fueron grabadas antes del rodaje, a modo de guía tonal para Duras.

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