jueves, 27 de noviembre de 2014

PÍCNIC EN HANGING ROCK



“Lo que vemos y lo que parecemos ser no es sino un sueño. Un sueño dentro de un sueño” Quién así habla, imprimiendo su voz sobre una serie de bucólicas imágenes de una zona campestre de la Australia meridional, es la joven Miranda (interpretada por la actriz Anne-Louise Lambert), una de las cuatro jóvenes que desaparecieron sin dejar rastro en el transcurso de una excursión escolar llevada a cabo en los rocosos montes de Hanging Rock durante el día de San Valentín del año 1900. Ese día, las adolescentes de diecisiete años de edad Irma Leopold, Marion Quade (Karen Robson y Jane Vallis, respectivamente) y la mentada Miranda de la que curiosamente no se conoce  ningún apellido, se esfumaron junto con Edith Norton (Christine Schuller), que por entonces y con catorce años era la más joven de la expedición de diecinueve chicas, tras pedir permiso a Señora McCraw (Vivean Gray) y la Señora De Poitiers (Helen Morse), las dos maestras encargadas de su vigilancia, para explorar en solitario cuarteto algunas de las más recónditas zonas de la montaña. Pero, tras una siesta que sumió en el sueño a gran parte de la expedición a Hanging Rock durante gran parte del día y ya con el sol poniéndose tras el extraño horizonte surgido de la erosión de millones de años sobre la superficie de la montaña, cundió la alarma. Irma, Marion, Miranda y Señora McCraw habían desaparecido y Edith, la única que había logrado regresar, no apareció hasta una hora después de que la alarmada búsqueda de las chicas hubiese empezado. Pero su llegada no aclaró las cosas: sumida en un estado de shock del que era imposible discernir los motivos que habrían podido llevar a las tres jóvenes desaparecidas a huir de las plácidas estancias del Colegio Appleyard, Edith fue incapaz de articular una historia con un mínimo de sentido que pudiese explicar qué había ocurrido en las montañas. Como tampoco lo haría la posterior investigación policial capitaneada por el Sargento Bumpher (Wyn Roberts) ni las más peregrinas teorías alrededor de los motivos que habrían llevado a las cuatro mujeres a perderse o huir, convirtiendo el triste incidente en una leyenda que aún a día de hoy  permanece como uno de los sucesos más inexplicables de la historia australiana. Pero nada, ni la desaparición de las tres jóvenes y su maestra, ni tampoco las consecuencias que su ausencia tiene sobre el colegio y la pequeña localidad en la que se integra la institución, se sabe al inicio de esta magnífica película Pícnic en Hanging Rock, firmada por el australiano Peter Weir[1] quién,  basándose en estos oscuros hechos verídicos ocurridos hace ya más de un siglo, se impulsa en las premonitorias palabras de Miranda que abren esta entrada para contornear un pulso ensoñador tan particular como inquietante que parece tomar el histórico punto de partida en el que se basa para transitar por caminos mucho más próximos a lo poético que a una posible resolución del caso según los detectivescos cánones del cine policíaco.

Y no es que no haya en Pícnic en Hanging Rock una serie de escenas dedicadas a describir las vicisitudes por las que pasa la investigación policial encargada de encontrar a las cuatro mujeres desaparecidas en el monte. Aunque, gracias a la apabullante puesta en escena de Weir, Hanging Rock no sólo es un paisaje en el que enmarcar las insulsas correrías de un grupo de jóvenes en los albures de su vida adulta sino un lugar en el que todo parece posible. Una zona ciega (o tremendamente clarividente) en la que los relojes se detienen, quizás debido al magnetismo expelido por los minerales que estructuran Hanging Rock combinados con lo bizarro de sus formaciones rocosas, en el que sus paseantes parecen moverse con una lasitud ensoñadora fruto de la ralentización a la que Weir somete gran parte de sus imágenes, o en la que cuatro mujeres puede desaparecer como si la tierra se las hubiese tragado. Un lugar inquietante y atractivo, muy alejado de la ordenadísima y distante  realidad más o menos estanca en la que parecen vivir las diecinueve chicas en un perpetuo estado de repelente alegría, que se plantea desde las imágenes de Pícnic en Hanging Rock como un lugar más o menos remoto de toda sociedad pese a estar siempre presente en su horizonte desde hace millones de años. Porque a las primeras palabras escuchadas en el film de Weir, que abren esta entrada impresas como se decía algo más arriba sobre una serie de imágenes empeñadas en ensalzar lo bucólico del lugar en el que la escuela se encuentra situada, el realizador de Pícnic en Hanging Rock responde con una aparición: la de la propia Hanging Rock, que surge de entre las brumas que nublan el fondo del plano general en el que puede verse el Colegio femenino en un primer término justo cuando Miranda finaliza su sentencia. Y justo antes de que la joven se despierte en su dormitorio haciendo de la secuencia de créditos una particularmente ambigua en la que resulta difícil discernir si lo visto hasta ese momento no es sino una fantasía onírica de la joven o simples imágenes introductorias, encargadas de contextualizar la historia en un lugar y en un momento, física y temporalmente situados la ciudad australiana de Woodend del año 1900. Pero esta impresión de irrealidad, que todavía podría ser casual a escasos minutos del comienzo del film, se confirma al prolongarse durante el primer y mejor tramo de la película en el que tiene lugar la mentada excursión a Hanging Rock, a poco de plasmar en imágenes y de manera bastante breve la rutina estudiantil de la victoriana comunidad de chicas que viven en el Colegio, y que marca considerablemente el tono a seguir por el resto del film.

De modales corteses y hasta irritantes, las imágenes de Weir, distantes y gaseosas gracias a un filtro que difumina la iluminación de prácticamente todo el film, muestran a las guapas adolescentes ajustándose el corsé las unas a las otras, asistiendo a sus clases con sorprendente recato y obediencia, cantándose despreocupadamente el amor que se profieren las unas a las otras, o sencillamente hablándose con un aplomo tan antinatural  por etéreo en sus formas, que el desprevenido espectador de Pícnic en Hanging Rock cree estar asistiendo a un retrato que pese a recrear un determinado momento histórico,  resulta tan irreal en sus maneras visuales que sobrepasa, con mucho, la mera nostalgia o la reconstrucción histórica. Porque Pícnic en Hanging Rock no es, o no lo parece, la recreación dramatizada de un caso de desaparición tan enigmático por no haber sido resuelto como en el fondo, vulgar y de múltiples explicaciones que en el film de Weir se intuyen sin jamás llegar a concretarse. El caso, como ocurrió en la vida real, no se resuelve en la película[2], ni tampoco se muestra en sus imágenes lo ocurrido en Hanging Rock durante la desaparición de las chicas. Todo orbita alrededor de un vacío, de una elipsis fílmica con la que Weir, que no explica ni muestra nada de lo ocurrido en el monte, se lanza a un vacío en el que flota milagrosamente gracias a su pericia como director. Podría pensarse que lo anterior se debe a que Weir, fiel a la historia en que se inspira, no puede ofrecer una solución o una versión verídica que jamás se dio, pero lo etéreo de su puesta en escena hace pensar que, sencillamente, no lo explica porque le interesa plantear la montaña y lo ocurrido en ella como algo efectivamente inexplicable narrativa y policialmente cuyas consecuencias o naturaleza nada tienen que ver con la desaparición en sí. Bajo este punto de vista, la distancia tonal que se desprende la mayoría de los planos, realzada por el mentado uso del omnipresente filtro gaseoso que dota a la película de un brillo de irrealidad lo bastante atemperado como para no haber envejecido desde su estreno y lo forzadamente apolíneo del físico de las actrices principales, palidece frente a un inesperado recurso que bajo otro planteamiento (y en manos de un director menos talentoso) habría hundido la película en la pura y aburrida banalidad dados sus escasos asideros argumentales. No hay protagonistas claros entre los múltiples personajes que habitan Pícnic en Hanging Rock, pero tampoco argumento ni drama propiamente dicho durante al menos el primer tramo de metraje de un film en el que, sobre el papel, todo resulta difuso en su insípida y algo relamida cotidianeidad. Lo que no implica que no forme parte de una estrategia con la que, vista en perspectiva,  el realizador ha organizado todos los elementos más o menos superfluos que puedan de la historia reordenados a favor de sus intenciones, algo opacas pero de potente plasmación formal, que gracias a la pericia de Weir, y un buen uso de imágenes ralentizadas que convierte los gestos más cotidianos en sugestivas premoniciones describen lenta pero inexorablemente lo que late bajo las primeras imágenes de la película y que se desata por completo durante la corta estancia de las diecinueve estudiantes en Hanging Rock.

Así, la despedida de Miranda antes de partir hacia Hanging Rock en compañía de sus tres amigas, se reviste de extrañeza no al momento de saberse que la chica ha desaparecido, sino en el mismo instante en el que levanta la mano para decir adiós a su maestra, siendo el primer ejemplo de una estrategia en la que se diría que una imagen cobra sentido gracias a otra situada en otro momento de la narración, respondiendo no tanto a un posible juego de espejos entre secuencia y secuencia como una profunda suspensión de las fronteras que dividen el sueño y la vigilia, y el deseo y el recato. Así, el primer rasgo de dicha tendencia tiene lugar poco antes, en el dormitorio en el que Miranda despierta junto a su amiga Sara (Margaret Nelson) -que parece estar enamorada de ella, en un extremo que como casi todo en Pícnic en Hanging Rock nunca llega a concretarse en favor de una mucho más seductora  atmósfera basada en lo sensual y lo intuitivo- cuando la joven que desaparecerá en las montañas le reprende a su compañera de habitación el que dependa tanto de ella, argumentando que pronto se marchará de allí… en una inocente referencia a la proximidad de sus vacaciones que, vista en perspectiva parecerá el primer apunte de una fatalista profecía que sólo cobrará sentido como tal cuando Miranda haya desaparecido. Algo más adelante, y de camino al Hanging Rock, la Señora McCraw compone un extraño monólogo alrededor de la antigüedad del monte, regodeándose en numerosos detalles minerales que terminan por provocar la impresión, gracias en parte al rojo chillón de la vestimenta de la maestra en comparación con el virginal blanco que es la tónica en los vestidos de las alumnas, de que no sólo se refiere a la montaña en unos términos que la asemejan a un organismo vivo y en perezosa y milenaria evolución, sino que también parece provocar en ella una considerable atracción que la hierática interpretación de la actriz que la interpreta hace aún más sugerente, y que se remata con un jocoso comentario de una de sus estudiantes que ríe mientras dice que Hanging Rock lleva todos estos años existiendo esperándolas a ellas…. Una ambigüedad, basada de nuevo en una capacidad de sugestión que jamás llega a concretarse por completo, que parece obtener una definitiva línea de continuidad cuando, durante el relato de la desaparición explicado por la joven Edith al inspector de policía encargado del caso, la chica de catorce años asegura haber visto por última vez a Señora McCraw corriendo hacia la montaña sin falda, en una alusión sexual que se ve refutada, algo más adelante, cuando la desaparecida Irma es hallada en estado de shock y sin recordar nada de lo ocurrido desde que abandonó el grupo unos días antes en compañía de Miranda, Edith y Marion… y desprovista de su corsé. Así, y pese a que las investigaciones médicas aseguran que Irma no ha sido sexualmente forzada durante su estancia en Hanging Rock, Weir hace planear sobre la imaginación del espectador lo que probablemente ya han logrado antes las instantáneas que mostraban a las jóvenes de la escuela a un paso de la vida adulta comportándose con una perturbadora coquetería muy reforzada por lo etéreo de la puesta en escena del director de Pícnic en Hanging Rock.  

Pero lejos de hacer de la desaparición de las jóvenes y su maestra un muestrario de los vicios inconfesables de la moral victoriana, o de la totalidad Pícnic en Hanging Rock una lúbrica película sobre las aventuras sexuales de un grupo de jóvenes en el monte, la puesta en escena de Weir alcanza cotas fílmicas bastante más elevadas por considerablemente inexploradas que, pese a todo, podrían perfectamente englobar (para sobrepasar) las dos posibles líneas dramáticas recién mencionadas. Así, a la comentada estrategia del realizador de hacer de todo lo ocurrido en Hanging Rock una historia descrita verbalmente a varias voces entre agentes de la policía, testigos que no recuerdan haber visto casi nada, o amnésicos supervivientes pero jamás en imágenes y sugiriendo siempre sin ser nunca concluyente, se suma una sensualidad tonal que no sólo se sirve de lo etéreo de su puesta en escena en los momentos más o menos cotidianos de las jóvenes, sino que se desata en la muy particular fascinación que la milenaria Hanging Rock parece ejercer sobre las alumnas del colegio. A los recursos escénicos más arriba apuntados habría que sumar otros más convencionales pero en absoluto inconvenientes para pergeñar la ambigua relación existente entre, se diría, las jóvenes y el anciano monte. Numerosos contraplanos de animales, plantas, o del escarpado monte del título, situados por Weir a modo de respuesta a las curiosas miradas de las estudiantes, dan paso a una estrategia formal más expansiva y abierta a todo tipo de lecturas. Planos tomados desde agujeros de las rocosas paredes de Hanging Rock, tomas de cámara situadas detrás de hierbajos o arbustos, o planos contrapicados que parecen, al igual que los anteriores observar a las alumnas sin que estas parezcan darse cuenta, gestan una inasible sensación de que la montaña no sólo puede ser, como se ha comentado algo más arriba, un organismo vivo y evolucionado, sino un ente directamente consciente y deseoso de compañía. Y más aún, un ente que gracias a las bonitas imágenes del film de Weir parece embelesado en la belleza de un trío de jóvenes a las que no parece dispuesto a dejar marchar… defendiendo lo que considera de su potestad por todos los medios. Puede que precisamente por eso, la intervención del joven inglés Michael Fitzhubert (Dominic Guard), que queda instantáneamente prendado de la belleza de Miranda cuando la ve cruzando un río de un salto en su camino hacia la cumbre de Hanging Rock, es repelida por la montaña en una serie de escenas en las que el monte del título del film actúa como un lugar regido por una lógica casi sobrenatural. Una vez el joven Fitzhubert llega a Hanging Rock, espoleado por la gracilidad demostrada por Miranda en una imagen nuevamente ralentizada en la que Weir parece regodearse en su belleza y compartir la fascinación que siente el personaje con el público de la película, un sonido de tonos graves que parece tener su origen en la montaña bloquea y satura la psique del joven, incapaz de reaccionar aunque con la buena fortuna de que su criado Albert (John Jarrat), angustiado por su ausencia, lo rescata y saca de allí en un estado físico y mental deplorable a partir del cual los sueños y la realidad se confunden en su vida hasta lo intercambiable. Un salto a la irrealidad en el que, sea por la cantidad de hombres y mujeres que duermen y se despiertan durante el metraje de Pícnic en Hanging Rock o por la mucho más plausible atmósfera onírica que atraviesa todo el film, ni sorprende ni aturde al espectador sino que se percibe como una consecuencia lógica a todo lo visto en pantalla. La estrategia de Weir, más arriba comentada, sobre hacer de algunas escenas ecos de otras anteriores o posteriores que dotan de sentido a unas y otras, se despliega aquí en todo su esplendor: Miranda se transmuta en un cisne que el joven Michael ve por todas partes y hasta en lugares tan insospechados como a los pies de su cama, pero también como parte del relieve de un reloj propiedad de la chica que se muestra en una escena en la que Fitzhubert no aparece siendo imposible que el joven sepa de su existencia. Incluso su fiel acompañante Albert decide abandonarlo para viajar tras tener un sueño en el que se le aparece su hermana… Todo en Pícnic en Hanging Rock parece moverse por una lógica que no responde a motivaciones más o menos racionales pero que sin embargo resulta armónica y, sobretodo, tremendamente bella gracias a la extraña cadencia y musicalidad de sus imágenes.

Visto así, no costaría mucho catalogar un film tan inclasificable como Pícnic en Hanging Rock dentro de la siempre nebulosa categoría de cine fantástico en sentido estricto, no tanto por haber elegido un género codificado como medio de expresión sino porque, pese a lo terrenal de su punto de partida, basa toda su efectividad en contruir un punto de vista que provoca extrañeza en el público por resultar tan familiar y reconocible como, de forma nada afectada, bizarro. Un desabrido desarrollo del guión[3] que sirve de base al film hasta que la puesta en escena de Weir lleva Pícnic en Hanging Rock a un terreno de ensueño en el lo que parece estar en juego no es tanto la resolución del caso como una desigual batalla entre unas vidas que acaban  de comenzar, que transitan falsamente seguras por unas represivas guías sociales, morales y probablemente también sexuales, y una presencia telúrica, hipnótica e inexplicable que atrae y desbarata la histórica (por contextualizada) y racional pequeñez que supone la instrucción victoriana del colegio enfrentada a la montaña como símbolo de lo primitivo. De este modo, el antinatural orden reinante en el colegio, se ve así no sólo transgredido por el monte sino directamente puesto en evidencia en su inutilidad hasta  dinamitar los principios morales que sustentaban la escuela, incapaz de gestionar su fracaso ante unas fuerzas que es incapaz de comprender porque no aceptan ser reducidas a lo teórico. Cuando la policía desiste en su búsqueda, una desconsolada Sara es expulsada del colegio por la Señora Appleyard (Rachel Roberts), que se ha emborrachado sola en su despacho, acusándola del impago de sus cuotas mensuales, empujando a la joven a suicidarse lanzándose por la ventana. En otra escena, una Irma recuperada de su estancia en Hanging Rock, intenta despedirse de sus compañeras de curso antes de comenzar sus vacaciones, pero al aparecer vestida con un vestido rojo, que rememora instantáneamente al que llevaba Señora McCraw en una escena anteriormente comentada y que como en aquel momento contrasta sobremanera con la blancura de la vestimenta del resto de alumnas, es insultada y agredida por las que hasta hace unos pocos días eran sus amigas y ahora se han convertido en una turba que ataca a la joven mientras le espetan cruelmente que probablemente ha asesinado a las otras dos chicas y su maestra. Aunque al instante, y bajo la orden de la Señora Lumley (Kirsty Child), la profesora de música, el griterío termina y el Orden regresa, en una extraña estampa en la que la adulta y desarrollada sexualidad de Irma es atacada por unas agresoras que se jactan de su virginal visión del mundo, en una posible lectura que por fortuna jamás se concreta reduciendo al film a una mera y paternalista ilustración de la represión sexual típicamente victoriana que habría hecho caer en su propia trampa al film de Weir. Y más aún cuando el director siembra la película de una serie de apuntes mayoritariamente visuales que indican que el primitivismo que se señorea de Hanging Rock ya se encuentra en las propias chicas. Al respecto, resultan de todo menos gratuitas las imágenes en las que se muestra a las jóvenes desaparecidas vagando por Hanging Rock fundiéndose en las de la propia montaña, llegando incluso a compartir plano las unas sobre las otras en una imagen simbólica, de nuevo más intuida que demostrable visto en perspectiva, en la que la montaña -o lo que esta alberga en su interior- vive dentro de las jóvenes que están a punto de perderse en sus senderos. Una llamada de la naturaleza excelentemente servida por un Weir que logra la proeza de que esta no parezca abúlica sino, a falta de un término mejor, hechizante en su, de nuevo,  inexplicabilidad enfrentada a una racionalidad y moralidad que Weir bombardea desde varios frentes. A la pregunta que cuestiona los motivos que podrían haber llevado a las cuatro mujeres a desaparecer de la faz de la tierra, Weir sitúa algunas escenas como la agresión a Irma o la deprimente imagen de Sara dolorosamente aprisionada en unos barrotes en orden de curar una enfermedad que nunca llega a concretarse como pequeñas minas que palidecen frente a la belleza que se desprende del resto de unas imágenes que, todas ellas tratadas con idéntico esmero probablemente con la intención de igualar lo onírico con lo real, resultan más turbias cuando reflejan lo cotidiano que cuando hacen lo propio con lo extraordinario.

Una hipnótica cualidad, muy meritoria en cuanto no tiene lugar gracias a piruetas de guión, detalles grandgignolescos o grandes acontecimientos que marquen las fronteras entre fantasía y realidad, sino a pura y, ahí es nada, sencilla puesta en escena. Apartado  en el  que  el primer tramo de Pícnic en Hanging Rock brilla con luz propia: Weir compone una laberíntica sinfonía audiovisual con la que plasma una paradójicamente controladísima sensación de desorientación que hace buena la máxima puesta en boca de una de las maestras que, en ausencia de las jóvenes, lee en voz alta el fragmento de un libro que asegura que sus personajes “tienen un objetivo del que no son conscientes”. Como tampoco lo es el espectador de Pícnic en Hanging Rock sobre el destino de sus personajes, pese a la irrefutable sensación de que Weir conduce por donde quiere al público sin nunca llegar a subrayar una serie de opacas intenciones entre las que se dibujan desde un retrato alrededor de cómo los impulsos más primitivos, en este caso aparentemente sexuales, ningunean primero la seguridad y luego la integridad de toda una escala de valores sociales y morales que se creía a salvo de algo tan antiguo como la propia especie humana, hasta alcanzar una reflexión, consecuencia de la anterior, sobre la futilidad de la humanidad puesta ante la inmensidad del Tiempo a un nivel que va más allá de su  comprensión. Algunos flecos argumentales, como el que muestra como dentro de Hanging Rock los relojes se detienen como si el tiempo como medida humana hubiese dejado de tener sentido, parecen abonar esta última teoría, pero es una vez más en el terreno de las imágenes y el sonido donde Pícnic en Hanging Rock profundiza en una serie de ideas levemente apuntadas en su guión, confundidas con muchas otras dentro del cuerpo de la narración, que sólo cobran relevancia cuando son vistas y oídas en pantalla sin que por ello ninguna de ellas pueda hacer de la película que nos ocupa una de tesis. Aunque parte de esa irreversibilidad del paso del tiempo, contenida en instantes como la mentada despedida de Miranda que el desarrollo de los acontecimientos convierte en definitiva o en numerosas imágenes ralentizadas que se regodean en la infantil juventud de las alumnas del colegio, se ve altamente reforzada por la tendencia de Pícnic en Hanging Rock a dotar gran parte de su metraje de una impepinable sensación de pérdida que alcanza tanto a lo generacional como a lo social, contraponiendo la inocencia perdida por la muerte o la visibilización del sexo (o lo que es lo mismo, el paso del tiempo) y, finalmente, el tiempo humano, entendido como una invención cultural, y el natural, incontrolable y, mal que le pese al conservador, en un nuevo apunte probablemente significativo, matriarcado que parece gobernar el colegio, inabarcable.

Respecto a lo anterior, resulta bastante curioso como el film de Weir parece esmerarse, ya desde su inicio, en mostrar diferentes formas de encapsular el paso del tiempo, especialmente el de sus más jóvenes personajes que parecen atrapadas en una infancia que las curvas de sus cuerpos y algunas de sus actitudes ya niegan desde las imágenes del film de Weir, en aras de preservar una belleza que, según el ideal conservador de gran parte de los personajes de Pícnic en Hanging Rock, supone la quintaesencia de la pureza en todos los sentidos. Así, durante las primeras apariciones en pantalla de Miranda, la imagen de la chica es mostrada dentro del reflejo de algunos espejos propiedad de la muchacha y, justo antes de desaparecer, la maestra comparará la belleza de la joven con la de un pictórico ángel pintado por Boticcelli, imagen que a su vez se repetirá durante el transcurso de la película en algunas de las pinturas enmarcadas que cuelgan de las paredes del colegio. Aparecen fotógrafos, intentando congelar el tiempo con sus instantáneas del mismo modo que la belleza de Miranda parece vivir en las mentadas pinturas del artista italiano… y en la propia Pícnic en Haning Rock como película. La imagen, pictórica o fotográfica aunque sea a veinticuatro imágenes por segundo, parece ser el último reducto en el que proteger la belleza, por mantenerla aislada de la erosión que en ella provoca el tiempo y la edad siendo, en definitiva, la única parcela de lo humano en el que el tiempo puede detenerse, en oposición a lo que ocurre en Hanging Rock, donde no sólo se detienen los relojes, sino que el tiempo en sí mismo parece no existir porque ¿Qué sentido tiene el tiempo como concepto cuando la naturaleza es inamovible?. Puede que por eso, la escena en que la muerte de Sara es notificada a la directora del colegio es recibida por ésta en una escena en la que un omnipresente tic-tac de un reloj de repisa se apaga repentinamente cuando la mujer que regenta el lugar se entera de la noticia, y que sea  justo entonces cuando Weir muestra mediante un largo travelling lateral a todas las jóvenes riendo y jugando en la fatídica tarde del día de San Valentín en una imagen bucólica y esforzadamente bonita que supone un melancólico lamento por un pasado que parece perfecto en unas imágenes tan bellas como significativamente ralentizadas. Un movimiento de cámara que culmina con la imagen de Miranda dándose la vuelta tras despedirse del resto del grupo, decidida a entrar en un territorio inexplorado del que jamás saldrá, que se congela justo al darnos la espalda, sosteniendo en la retina del público una emocionante estampa fija, que se siente sin pensarla, del preciso y preciado instante en el que todo termina, porque desde que comenzó ya ha empezado a extinguirse.

Título: Picnic at Hanging Rock. Dirección: Peter Weir. Guión: Cliff Green, a partir de la novela homónima escrita por Joan Lindsay. Producción: Hal y Jim McElroy. Dirección de fotografía: Russell Boyd. Montaje: Max Lemon. Música: Bruce Smeaton. Año: 1975.

Intérpretes: Anne-Louise Lambert (Miranda), Karen Robson (Irma), Margaret Nelson (Sara), Christine Schuler (Edith), Vivean Gray (Señora McCraw), Helen Morse (Señora  De Poitiers), Jane Vallis (Marion Quade), Wyn Roberts (Sargento Bumpher), Rachel Roberts (Señora Appleyard), Dominic Guard (Michael Fitzhubert), Kirsty Child (Señora Lumley).






[1]Brillante director australiano del que pueden leer una somera biografía en una de las notas al pie de la entrada dedicada al análisis de una de sus más famosas películas, El show de Truman, publicada en este blog en el mes de noviembre del año 2013.


[2]Algo que tampoco ocurría en la versión definitiva de la novela homónima en la que se basaba el film de Weir, y que fue escrita por la escritora Joan Lindsay en 1967. Aunque, por lo visto, si se resolvía meridianamente el caso en un capítulo final que fue finalmente descartado antes de editarse el libro. En él, se explicaba como las tres jóvenes desaparecidas se mareaban mientras estaban en Hanging Rock, llegando al extremo de tener que quitarse los corsés para así poder respirar mejor. Pero cuando los lanzaban sobre el suelo… sus corsés quedaban flotando en el aire y el suelo se abría bajo sus pies, engulléndolas en lo que podría verse como un agujero temporal que podría explicar porque los relojes se detenían en Hanging Rock. Tan peregrina conclusión fue finalmente publicada independientemente del libro original en 1987 bajo el título de El secreto de Hanging Rock.




[3]Cortesía de Cliff Green, quién obtuvo el beneplácito de la autora de la novela original tras entregar una primera versión del argumento que a decir de la novelista rozaba la excelencia. Pícnic en Hanging Rock, la novela, fue comprada por Patricia Lovell, que inicialmente debía producirla antes de pasarle el testigo a Hal y Jim McElroy, quienes entraron en el proyecto de la mano de Peter Weir cuando el director fue contratado. El rodaje se prolongó durante seis semanas en las que se filmó el guión de Green en la propia Hanging Rock y en Adelaide, en los platós del South Australian Film Corporation. Para su banda sonora, se contó con la participación de George Zamfir para las melodías de flauta que pueden escucharse en la película y, en lo que a un aspecto algo diferente en lo que a la banda sonora de la película se refiere, muchas de las voces de las chicas fueron dobladas por actores profesionales que, pese al trabajo hecho, no aparecen en los títulos de crédito.

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