jueves, 20 de noviembre de 2014

SI...





Papá ¿Qué más dejaste para mí?
¡Papá! ¡¿Qué más dejaste para mí?!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro
(...)
No necesitamos educación.
No necesitamos control mental.
Ni oscuros sarcasmos en clase.
Maestros, dejad a los niños en paz.
¡Eh! ¡Maestros! ¡Dejad a los niños en paz!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro.

The Wall, partes I y II. Pink Floyd. 1979.
 

El cinco de noviembre de 1605, el británico católico Guy Fawkes fue arrestado y acusado de conspirar contra la vida del Rey Jacobo I de Inglaterra, su familia y todos los miembros de la Cámara de los Lores para así restaurar una monarquía afín a sus por entonces perseguidos principios religiosos. Fawkes, piedra angular de la llamada Conspiración de la pólvora[1] que pretendía volar el Palacio de Westminster con unos explosivos situados bajo la Cámara de los Lores durante uno de los plenos, fue detenido justo antes de detonar la carga para, más adelante, ser torturado, inculpado, y mandado a la horca, de la que escapó para romperse el cuello durante su cortísima huída muriendo inmediatamente y ahorrándose así no sólo la horca sino también la suerte reservada a los traidores: ser castrado, destripado y finalmente descuartizado durante sus últimos momentos de vida consciente. Pero lo agresivo tanto de los métodos del conspirador como de aquellos que lo juzgaron, así como lo escasamente épico de su final, que pese a todo le permitió un último aliento menos brutal, no evitaron que la figura de Fawkes se hiciese un honorable hueco en la historia del contestatarismo más extremo cuyo violentísimo sentido de la justicia aún hoy es visto bajo un prisma de relativa ambigüedad. Héroe o villano, terrorista sin más o sanguinario rebelde con causa, el nombre del célebre conspirador es el que cae a modo de inofensiva etiqueta sobre los hombros del joven estudiante de la Inglaterra de 1968 Michael Arnold Travis (Malcom McDowell), ganado durante el desigual pulso mantenido durante seis cursos contra las autoridades escolares del College público por el que refunfuña y conspira año tras año.

Un apodo que acepta amistosamente durante su primera pero reveladora aparición como protagonista de esta película dirigida por Lindsay Anderson[2] Si…, y en la que hace acto de presencia como alguien automáticamente diferente en un entorno en el que cualquier tipo de iniciativa propia o destacable tanto en lo curricular como en lo personal es catalogado como peligrosamente transgresor. Así, y bajo un sombrero de ala ancha y con la cara semioculta tras un pañuelo negro que sólo deja ver sus ojos, escudado detrás de un baúl que carga al hombro adquiriendo un aire bastante pintoresco en comparación con el resto de la bastante más aséptica comunidad estudiantil analizada por Anderson hasta ese momento del metraje de Si… Travis es catalogado, tanto a ojos del público como de la propia escuela, que hace las veces de microcosmos de muestra de la sociedad inglesa del momento, como un outsider. Un rebelde con la más absurda de las causas para cualquiera con un mínimo de sentido común: un poblado bigote que Michael no duda en afeitarse en la intimidad de su pequeño dormitorio en el que por fin puede descubrir su rostro, consciente de que las autoridades estudiantiles que imponen su particular toque de queda moral por los pasillos considerarían esta coqueta muestra de estética personal un ataque directo al Orden imperante en el College, comparable a un corte de pelo demasiado largo, un aspecto desarreglado, un pensamiento o acto mínimamente creativo, o una mirada desafiante a aquellos como Rowntree (Robert Swann), Denson (Hugh Tomas) o Fortinbras (Michael Cadman), matones institucionales de modales exquisitamente violentos, imbuidos de una superioridad prácticamente incuestionable para el resto de estudiantes. Una rebelión, en definitiva, contra el inenarrable sistema de castas establecido entre aquellos que mandan e imponen su visión de las cosas por derecho incontestable y aquellos que obedecen so pena de castigo curricular, psicológico o físico, entre abusos de poder y, en algunos casos, también sexuales, silenciados todos ellos bajo una abúlica capa de aristocráticas maneras tan bien aprendidas como vacías de todo sentimiento. Un microcosmos que, como se asegura desde los púlpitos de la capilla adosada al recinto escolar, o desde las arengas marciales volcadas sobre el alumnado con la intención de enaltecer su sentido del sacrificio personal en aras de un bien común cuyos contornos pertenecen a las élites escolares, convierten el College en el que transcurre Si… en una proyección de la Inglaterra de la que, a su vez, el propio College tanto se enorgullece como faro ético y moral y guía de sus políticas educativas. Un asfixiante establishment en el que lo militar, lo religioso y lo escolar (muy lejos de lo verdaderamente educativo) se confunde en un pernicioso y didáctico potaje ideológico y moral tan turbio y enrarecido en su fondo como claro en su plasmación en imágenes por parte de Anderson[3].

Como parte de este aparentemente objetivo, por frío, retrato de una comunidad estudiantil que hace las veces de retrato de la sociedad de la que se retroalimenta, Si… da comienzo con una secuencia en la que uno de los más jóvenes alumnos del College (Phillip Bagenal), recién llegado a la institución, recibe una corta pero contundente instrucción por parte de uno de sus mayores en la que este se anuncia como alguien superior al que aquellos como él, prácticamente niños y desconocedores del reglamento de la escuela, deben obedecer como esclavos y no dejar de agradecerle la dureza con la que se les enseña, siempre en aras de su propio bien. Una escena, de nuevo aparentemente anecdótica por su voluntariosa atonalidad y falta de dramatismo que vista en perspectiva se revelará, al igual del resto de gran parte de las secuencias que vertebran la película, parte de una estrategia en la que la distancia formal y tonal, sin exabruptos ni virajes hacia una sordidez en la que muy fácilmente podría haberse caído, dando a parte del film una falsa impresión de ecuanimidad desde la que, gracias a esta estratagema formal, la denuncia de una serie de hechos planteados como incontestables cae por su propio peso. Planos generalmente distantes, escasos acompañamientos sonoros, o una fotografía que nada destaca de los planos que la conforman pero que tampoco resulta destacable en sí misma considerada, son algunos de los recursos que Anderson utiliza para pergeñar una impresión de objetividad encaminada a hacer de algunos momentos de su película, curiosamente los más sólidos y que mejor han envejecido desde su complicado estreno[4], un retrato de la vida estudiantil… siempre vista bajo los parámetros de alguien que, como Travis, los contempla con una mezcla de amargo resentimiento y divertida burla. Así, sin alcanzar nunca el expresionismo, y pese a que a duras penas podría verse Si… como una película que ilustra en imágenes subjetivas las emociones y pensamientos de su protagonista adolescente[5], Anderson se presenta aparentemente ecuánime en su opinión sobre lo que ocurre en el College pero, a poco que se contemple al detalle, el grado de tendenciosidad con el que se plasma en imágenes una serie de acontecimientos que parecen ser tratados conscientemente como un pequeño muestrario de algo más grande que no se limita a las paredes del College se hace cada vez más plausible. Bajo este punto de vista, hasta que la aparición de Travis tiene lugar, y desde la mentada escena en la que uno de los nuevos estudiantes es adoctrinado sobre su servil papel en el College, a la que muestra como algunos de los más mayores estudiantes hacen méritos para convertirse en guardias de aquellos que pese a tener su misma edad son tratados como críos a la espera de un correctivo, todo lo que ocurre en Si… parece destinado a tejer un contexto, social y moral, en el que Anderson ha elegido puntillosamente los elementos a mostrar. La crueldad de los estudiantes que ejercen de policía moral, cuyos actos Anderson plasma con una frialdad cercana a lo deshumanizado, el sistema clasista que rige a la perfección el funcionamiento del College, la inopia del Rector (Peter Jeffrey) sobre el maltrato que se da en los pasillos de la institución, en contraste con la clara aquiescencia del sector marcial y del religioso al corriente de todo ello… o la más o menos velada atracción sexual que algunos de los matones sienten por algunos de los alumnos más jóvenes son mostrados con una aplastante sencillez que fortuna rehuye todo regodeo (formal y tonal) en la miseria de lo que explica. A cambio, una premeditada sensación de claustrofobia se hace palpable ante la negativa de Anderson a  no mostrar las calles de Inglaterra en prácticamente toda la película, recreando gran parte de la acción en el interior de  aulas, gimnasios, dormitorios, campos de entrenamiento o capillas, y saliendo solo al exterior en un par de escenas marcadas por un sentimiento de libertad que, para más inri, se ve reforzado al tener lugar en la campiña inglesa, como si se encontraran fuera de una civilización que parece podrida. O, en un suma y sigue que refuerza la comparación entre una muy determinada manera de entender la educación y la escolarización y una prisión al uso, tanto para el cuerpo como para el alma, la tesis de Anderson echa asimismo raíces en el fuerte contraste existente entre la asepsia que parece reinar en el College si se compara con el pequeño habitáculo en el que Travis pasa sus días forrando las paredes con fotografías que alternan desnudos femeninos con imágenes de miseria y guerra, dotando paradójicamente al dormitorio de un ambiente mucho más hogareño de lo que podría decirse del resto de la escuela. Pero estos recursos, que parten de una estrategia en absoluto descuidada en su ánimo de pergeñar una atmósfera más o menos opresiva, palidecen en su disimulo si se los compara con otros factores escénicos decididamente bufonescos: la perfecta sincronización, casi como si de un musical se tratara, de los gestos y elegantes voces de los matones Rowntree, Denson y Fortinbras, en contraste con la naturalidad exhibida por Wallace (Richard Warwick) y Johnny (David Wood), amigos y compinches en la disidencia de Michael, por no hablar de un irreverente sentido del humor que, especialmente durante la segunda mitad del metraje, se adueña de la película, o la más que sorprendente decisión por parte del director de que algunas escenas o planos sean en blanco y negro dentro de un conjunto gobernado por el color. Rastros progresivamente evidentes que demuestran que Anderson no pretende sentar cátedra sobre lo que ocurre en Si… desde una óptica incontestablemente realista a modo de documental sino, directamente, oponerse a una visión de la sociedad como la condensada en el College por todos los medios disponibles, sean estos creíbles o no al considerar parte del mismo mal tanto la realidad inglesa de 1968 como sus formas de representación cinematográfica, también basadas en un grado de unidad y coherencia lógica propios del relato igualmente tradicional.

Vista así, la entrada en escena del protagonista de Si…, apuntada algo más arriba, no sólo destarota un ritmo moroso que en ausencia, al menos hasta ese instante, de un conflicto claro, ha dotado al film de Anderson de la falsa aureola de película documental antes comentada, sino que también concreta una impresión de antipática asfixia que lleva gestándose desde el primer fotograma de la película hasta encontrar en Travis el contrapunto fantasioso y por tanto, y dentro de ese contexto, lo suficientemente irreverente como para resultar mucho más virulento en lo que al desarrollo de lo que a Anderson parece interesarle se refiere: construir un discurso de marcado contenido antitotalitario. A escasos minutos del principio del film, la presencia del personaje interpretado con su entusiasmo habitual por Michael McDowell que bebe a hurtadillas, se asfixia con bolsas de plástico para obtener una experiencia cercana a la muerte y asegura que la violencia y la guerra son los únicos actos puros posibles hoy en día, certifica definitivamente la sensación de que se está presenciando el antagonismo entre una sociedad opresiva y un rebelde que se atreve a desafiar su validez como modelo a seguir y en el que vivir guste o no, tan arquetípico como bien plasmado por Anderson con la inestimable aportación de McDowell,. Bajo este punto de vista, que como se decía más arriba cuanto más avanza la película más claramente se perfila en sus imágenes, no resulta extraño que todos los esfuerzos de Anderson parezcan destinados no tanto a retratar el proceso de progresiva locura en la que el personaje de Michael va cayendo hasta estallar en un espiral de violencia sin control sino a aportar todos los argumentos posibles que hagan de él un rebelde con el que poder simpatizar tanto por sus principios como por su indudable carisma. Quizás por eso, y pese a que algunas inquietantes actitudes del joven estudiante puedan hacer pensar lo contrario, Anderson amplia el prisma sobre lo que acontece en el film hasta hacer de sus personajes meros símbolos de forma tan obvia que llegado un punto difícilmente puede tomarse la violenta revancha de Travis bajo parámetros realistas mientras que, a cambio, se dedica a reforzar la validez de su causa poniendo en la medida de lo posible al espectador en su lugar. El ejemplo más paradigmático de esto último se da secuencia mejor planteada y resuelta del film de Anderson: en ella, y tras insultar directamente a Rowntree, Travis y sus dos inseparables consortes implicados en el ultraje son citados en el gimnasio del College para recibir su correctivo. Desde una toma de cámara lejana y algo elevada, que contempla a los tres personajes esperando fuera del gimnasio la llegada de sus castigadores, que les igualan en número y también en edad, Anderson deja que el espectador contemple a estos últimos entrando en el recinto blandiendo sus fustas antes de que, uno por uno, los tres jóvenes traspasen la puerta por separado para recibir su violento correctivo. Pero, pese a lo que podría esperarse, Anderson no rompe la continuidad de la toma hasta que es Michael, el último en entrar tras unos minutos de espera que se hacen largos por lo estático del plano, el que se enfrenta a un castigo que en su caso acaba siendo todavía más largo que el de sus dos amigos. Así, si los latigazos que reciben Johnny y Wallace no se muestran sino que se intuyen gracias a una banda sonora que iguala en volumen las voces de los que están fuera del gimnasio y las voces y golpes de los que están dentro, Anderson corta por fin el estático y, gracias a su larga duración, anímicamente muy incómodo plano cuando es Michael el que abre las puertas del gimnasio con sarcástica teatralidad[6]. Mediante una planificación igualmente distante aunque más variada y una morosidad rítmica que pese a todo no diluye la tensión acumulada en el plano que abría la secuencia desde el exterior del gimnasio, el realizador muestra a Travis encorvándose sobre el potro bajo la atenta mirada de los guardianes que lo miran desde la distancia antes de correr hacia él y golpearlo con la fusta. Pero después de los cuatro golpes que anteriormente han satisfecho las ansias de venganza de los tres estudiantes ofendidos en el caso de William y Johnny, el castigo continúa hasta convertirse en una paliza no tan dolorosa como humillante y, sobretodo, lamentablemente educativa según los temibles parámetros del College. Porque no contento con lo brutal del castigo Anderson riza el rizo y, liberado del estatismo del plano del exterior del gimnasio antes mencionado, vuelve a dividir la escena en varios planos en los que muestra la parte más joven del alumnado del College escuchando los ecos de los latigazos que resuenan por toda la escuela, convirtiendo así a Michael no tanto en un mártir gracias a la distancia tonal de Anderson, como en representante de la rebelión contra un Orden desproporcionadamente violento y opresivo. Además, y por la toma de partido hecha por parte de Anderson hacia el estudiante, la violencia deja de ser una idea teórica o una amenaza como en el caso de Johnny y William para pasar a ser, a ojos del público y sobre la carne de Michael, una realidad que se presencia y, por tanto, se comparte con el protagonista de Si… de forma más enervante que en los dos casos anteriores. Es en esta escena donde cristaliza la asunción de un punto de vista que si bien no vertebra, como se apuntaba algo más arriba, la película al completo en base a un subjetivismo sin ambages, sí se alinea con el de un Travis cuyas ansias de razonable libertad encuentran su perfecto refuerzo dramático en las imágenes de Si… Y ya no tanto desde la comentada óptica más o menos naturalista bajo la que se contempla la cotidianeidad del alumnado del College sino, prácticamente a partir de ese instante, desde una serie de disgresiones formales y tonales que torpedean constantemente la impresión de realismo que se destila de gran parte de la película de Anderson.

Así, sesiones de estudio por parte los más pequeños de la escuela para aprenderse los nombres de los más mayores bajo la amenaza de ser castigados en caso de no sabérselos en pocos días, o partidos de rugby en el que el Rector se postula como único hombre de la institución capaz de esbozar una sonrisa sincera de alegría en su aparente desconocimiento sobre lo que ocurre dentro de la escuela… muestran una rutina estudiantil en la que lo cruel convive con lo inconsciente, comparten espacio  fílmico con imágenes filmadas en un tosco blanco y negro en las que pueden verse  fugaces y angustiadas miradas a cámara por parte de Travis, mientras escucha el misal sentado en uno de los abarrotados bancos de la capilla escolar justo después de haber sido literalmente fustigado por Rowntree y sus sicarios, no sin agradecerles entre lágrimas de dolor su uso de la violencia para corregir su mala conducta… o momentos tocados por una liberadora sexualidad que contrastan sobremanera con lo recatado y sexualmente represivo ambiente del College, además de un sentido del humor que coquetea con el surrealismo y que trasladan la película a un lugar más próximo al de la parábola levemente irreverente. Es en estos instantes en los que el retrato, lentamente asentado como temible base planteada como real a la que torpedear gustosamente, da paso a la sátira más o menos ingeniosa que alcanza sus más memorables cotas cuando más agresiva resulta pese a que nunca logra superar una irregularidad que a veces hace de su rebeldía una especialmente infantil, otras salvaje pero, especialmente en lo que al apartado formal se refiere, casi siempre caprichosa. Seguramente por ello, el paso del tiempo ha hecho de los instantes filmados en blanco y negro unos gratuitamente arty, al carecer de una justificación más o menos clara en lo dramático aunque pese a todo y en algunas ocasiones contienen una leve irrealidad que atenta, hasta cierto punto, contra la lógica del relato de Si… especialmente si se compara con el austero realismo de las escenas que retratan la vida entre las paredes de la escuela[7]. Así, el momento en el que Michael, acompañado por Johnny, escapa de los confines escolares, roba una motocicleta y toma un café en un establecimiento en el que intentan cortejar a la camarera (interpretada por la guapa Christine Noonan), es plasmado por Anderson como una llamada al salvajismo que, pese a lo sexualmente agresivo de algunos pasajes, no carece de complicidad entre el protagonista de Si… y la Chica, joven sin nombre que a partir de entonces aparecerá esporádicamente durante el resto de la película atentando, de nuevo, contra toda causalidad narrativa que pueda justificar su presencia en los lugares y momentos más insospechados… y cuya  importancia dentro de la trama prácticamente se ve reducida a símbolo de la libertad sexual para un joven accediendo a la vida adulta desde una escuela exclusivamente masculina. Siguiendo esa lógica simbólica, que probablemente incluiría la motocicleta robada como un nuevo símbolo de la libertad individual en contraste con un mucho más acomodaticio automóvil, y bajo los compases del Sanctus firmado por los congoleños Missa Luba, tiene lugar una surrealista pelea a zarpazos entre el joven y la camarera que pronto deviene en una salvaje, por animalesca, disputa entre mordiscos y empellones. Símbolo del salvajismo como única muestra de diversión alejada, por tanto, de la civilización, y que Anderson remata al plantear, por corte de montaje, a los dos personajes repentinamente desnudos revolcándose por el suelo entre sexuales dentelladas antes de mostrarlos de nuevo, sentándose en una de las mesas del café vestidos y como si nada hubiese ocurrido. Lo logrado de la escena, que si bien puede parecer algo inocente vista desde la actualidad aún conserva la frescura necesaria como para que su sentido de lo libertario todavía resulte contagioso, no reside así en suponer un desquite más o menos sexualizado a lo visto hasta ese momento en las imágenes en color de Si…, sino en el que lo desenfadado de su tono, además de su divertida y desprejuiciada celebración de lo (buenamente) salvaje como equivalente de pureza vital, rompe por completo el estatismo y la seriedad que señoreaba la película hasta ese momento si exceptuamos las burlescas réplicas de diálogo de, quien si no, Travis. Pero, pese a lo que podría parecer, la posibilidad de que esta escena consista en una curiosa y liberadora fuga mental del adolescente protagonista de Si… no implica, vista la película en perspectiva, que todas las escenas filmadas en un idéntico blanco y negro sean delirios fantásticos surgidos de la mente del personaje interpretado por Malcom McDowell. A momentos como el recién comentado, u otros como el que muestra a Johnny durmiendo con Bobby (Rupert Webster), uno de los alumnos más jóvenes de la institución con el que flirtea en escenas anteriores, o la misteriosa imagen de la mujer del Párroco del College (Mary McLeod), desnuda por los pasillos de la escuela mientras los alumnos se preparan para unos bufonescos e inquietantes ejercicios militares en un bosque parte de los territorios de la institución, Anderson iguala otros mucho más superfluos, incomprensiblemente subrayados por el llamativo uso del blanco y negro que se hace en Si… en los que pueden verse desfiles militares, intercambiables paseos por los pasillos u otros momentos que, de puro cotidiano, serían indistinguibles de algunas escenas de transición del lado más contenido del film, mayoritariamente en color. Y esta impresión de, al menos aparente, incoherencia, se extiende a otros campos del film: su mentado sentido del humor, capaz de brindar imágenes tan brillantes y divertidas como la del párroco del College (Arthur Lowe) surgiendo desde dentro de un enorme cajón del armario del rectorado para aceptar las disculpas de Michael, Johnny y William por haberlo agredido durante la instrucción militar antes comentada, abraza el absurdo intermitentemente y sin un aviso previo que pueda atenuar el golpe que escenas como esta suponen para la unidad tonal de Si…, aunque también terminan por certificar la impresión de que lo que ocurre en el film, por su artificiosidad, ha abandonado los rígidos parámetros del retrato más o menos certero para situarse en un lugar más próximo a una más o menos beligerante declaración de principios propia del explosivo año 1968 en el que si sitúan rodaje y argumento de Si….

Es de nuevo en una sola escena, que como en el caso de la secuencia que tiene lugar en el gimnasio redirecciona lo visto hasta entonces hacia un objetivo que se clarifica de repente, en la que este corte de mangas contra una tradición, tanto social como, en menor grado, cinematográfica, encuentra su expresión más clara en las imágenes del film. Solo en su dormitorio, y armado con una pistola de aire comprimido que ya anuncia la violenta deriva del anarquismo que poco a poco se va asentando en Michael como única respuesta posible a lo opresivo de su entorno, Anderson muestra al protagonista de su película disparando sus dardos, por una vez de forma literal, contra algunas de las fotografías que recubren las paredes de su cuarto. Anuncios publicitarios, o imágenes de autoridades gubernamentales, religiosas y de militares de alto rango y de soldadesca son impactados por los selectivos dardos de Michael, que esquiva en su consciente criba social tanto a los depauperados como a las víctimas de la guerra… aunque, en un disparo muy significativo, perfore la fotografía de una sonriente y glamourosa Audrey Hepburn erigida en símbolo de una tradición, esta cinematográfica, equiparada en Si… a la social, moral, y económica que puede verse entenderse tanto como producto como consecuencia de la imagen pública de la mítica actriz  hollywoodiense. Pero esta escena, lo suficientemente larga como para sugerir su importancia dentro de la trama y orientación ideológica de Si…, encuentra pronto su perfecto reflejo en un registro mucho más salvaje, aunque igualmente algo atenuado por el sarcástico sentido del absurdo que va llenando de lamparones la seriedad inicial de la película. Tras el comentado hallazgo del arsenal de armas automáticas, que consta de ametralladoras y granadas entre sus más mortíferos componentes, en los desvanes del colegio que, recordemos, hace las veces de academia militar, tiene lugar el enfrentamiento definitivo entre Michael y sus acólitos por un lado y el resto de la sociedad por el otro. O, dado el alto grado de simbolismo alcanzado por la suave irrealidad que se ha ido dibujando hasta ese momento en la película hasta validarla como parábola, la batalla final entre lo Nuevo y libre y lo Viejo y opresivo.

Aprovechando un acto institucional que congrega en la capilla del College a militares retirados, importantes figuras gubernamentales, padres y familiares de algunos de los alumnos, y prácticamente todas las autoridades escolares al completo, Michael, Johnny, Wallace, la misteriosa Chica que no se sabe bien como ha logrado reunirse con ellos y el joven Bobby abren fuego contra todos ellos desde los tejados de la escuela situados frente al edificio en el que el acto tiene lugar. A tiro limpio, y sin escatimar granadas, los nuevos terroristas siembran el pánico e incluso logran asesinar a algunos de los allí presentes, aunque durante una inesperada tregua en la que el Rector del College intenta poner paz asegurando que él entiende los motivos de los belicosos estudiantes, haciendo uso de una retórica que lo convierte en una parodia de lo que representa como autoridad educativa, la Chica lo apunta parsimoniosamente y le descerraja un tiro en la cabeza. Pero lo inopinadamente violento del acto, idéntico en su agresividad a todo el tiroteo precedente pero mucho más brutal por mucho más ceremonioso, encuentra pronto su contrapunto cómico, y absurdo, cuando el rector cae inerte al suelo ¡estallando en una bola de fuego! Y no es el único de una escena que rápidamente se adentra en el terreno de la divertida sátira que se bien diluye un tanto la potencial agresividad de esta secuencia de Si…, que se habría desplegado en toda su brutalidad bajo un registro más decididamente realista, lo hace elevando lo que en ella ocurre a un nivel más simbólico que realista. Porque a la bufonesca intervención del rector le sigue una repentina llamada a las armas de todos los congregados al acto del College que de golpe y porrazo se revelan como hiperviolentos soldados prestos a defender unos ideales que la película ha empezado describiendo elegantemente para poco a poco, y especialmente en su segunda mitad, acabar ridiculizándolos en una parodia poco matizada pero hilarante en sus mejores momentos. Ancianas de aspecto apacible que, presas de una rabia que las hace olvidar su propia seguridad ante los disparos del quinteto de cruzados, agarran las metralletas de los caídos para defender su orgullo patrio, hombres vestidos con armaduras medievales presentes en el acto para así dotarlo de un aire de respetable tradicionalismo se refugian buscando algo con lo que enfrentarse a los atacantes, tal y como hacen los jóvenes estudiantes fieles a unos principio, los del College, que no son sino los de la propia sociedad inglesa en un continuo y enrarecido toma y daca entre el uno y la otra. Caóticamente filmada, pero con una intencionalidad meridiana a ojos del público, Anderson convierte en una histérica soldadesca a prácticamente todo hombre y mujer de aires respetables presentes en el acto, enfrentados en bloque y armados hasta los dientes contra los cinco rebeldes en un más que desigual combate. Una batalla que, por encima de su surrealismo y sentido del humor, hace de la fauna humana que la compone una puesta al servicio de la idea que late bajo las imágenes de Si…: la guerra entre la Historia nacional, personificada tanto por la edad, el credo o hasta la vestimenta de algunos de los combatientes, y aquellos que pretenden enfrentarse a ella por todos los medios disponibles para destruir el pilar educacional del que ha surgido la sociedad y moral inglesa que los oprime. Un acerado retrato que, debido a su proliferación de sus elementos más o menos surrealistas, no es tanto el de la realidad de una época tan explosiva como la que tuvo lugar en 1968 como de las ansias de rebelión de sus cada vez más numerosos desertores y proscritos, incapaces de escapar del yugo de una forma de entender el mundo cerrada y autoritaria que no contempla otra alternativa que regurgitarse a través de las nuevas generaciones para que todo cambie, pero todo siga igual hasta la podredumbre.

Título: If… Dirección: Lindsay Anderson. Guión: David Sherwin. Producción: Lindsay Anderson y Michael Medwin. Dirección de fotografía: Miroslav Ondrícek. Montaje: David Gladwell. Música: Marc Wilkinson. Año: 1968.
Intérpretes: Malcolm McDowell (Michael Arnold Travis), Richard Warwick (Wallace), David Wood (Johnny), Christine Noonan (la Chica), Robert Swann (Rowntree), Rupert Webster (Bobby Phillips).


[1]Aquel cinco de noviembre iba a tener lugar la Apertura del Estado Inglés, muchos de cuyos miembros eran parte de familias aristocráticas protestantes. Los conspiradores, que antes de decidir la voladura de la sede Parlamentaria habían sopesado secuestrar a los hijos del Rey Jacobo I y la paradójicamente católica Reina Ana de Dinamarca, dando comienzo a una rebelión en los Midlands, pretendían así liderar el alzamiento de los católicos romanos ingleses contra las duras leyes que la corona había adoptado contra ellos e instalar un nuevo Rey obediente a los principios y doctrinas del papado. La prohibición que impedía legalmente a los católicos asistir a misa o a los oficios de la Iglesia de Inglaterra implantada por la reina Isabel I, predecesora en el trono de Jacobo I, había supuesto un duro revés contra los católicos que vivían en suelo inglés y que vieron inesperadamente recrudecidos los castigos por romper estas leyes por parte de un nuevo rey al que, por su matrimonio con una católica, se le presuponía una mayor amplitud de miras. El 26 de marzo de 1604, Robert Catesby, Thomas Winter y John Wright acordaron acabar con la opresión monárquica que les impedía acudir a sus sitios de culto. Poco después, el célebre Guy Fawkes, fogueado en un regimiento de españoles católicos que había combatido en los Países Bajos, se sumó al trío de conspiradores. Pero el número fue en aumento: ya en 1605, Thomas Bates, John Grant, Robert Keyes, Robert Wintour y Christopher Wright se añadirían a un grupo que se completaría con la llegada de Sir Everard Digby, Ambrose Rokwood y Francis Tresham, quienes aportarían gran parte de los fondos necesarios para llevar a cabo el atentado que jamás, aunque por muy poco, llegaría a tener lugar. Los trece hombres alquilaron una serie de estancias en los sótanos del Parlamento que fueron llenando poco a poco de barriles de pólvora, hasta alcanzar la friolera de un total de treinta y seis que debían hacerse estallar a principios de octubre de ese año 1605. Pero una epidemia de peste obligó a postergar sus planes hasta el mes siguiente, cuando el conde de Salsbury, Robert Cecil, organizó una red de espionaje que lo llevó hasta el sótano en el que, ya en la noche que va del cuatro al cinco de noviembre, Guy Fawkes estaba a punto de culminar los preparativos que harían posible la voladura del Parlamento y todos aquellos que estuviesen en él. Fawkes fue capturado, y pese a las numerosas torturas a las que fue sometido, parece que no acusó a ninguno de sus colaboradores ni reveló sus identidades, pero uno a uno fueron siendo encontrados por la guardia inglesa y posteriormente ejecutados. El sótano desapareció durante un incendio en 1834 pero, más a modo de tradición anual que por auténtica prevención, la guarda del Parlamento revisa los sotanos del edificio cada día cinco de noviembre. Pero el fallido atentado dio luz a otra festividad tradicional: la llamada la Noche de Guy Fawkes que consistió, hasta 1859 en lanzar al fuego de las hogueras encendidas cada cinco de noviembre unos muñecos hechos a imagen y semejanza del conspirador o, como alternativa, venderlos a penique el muñeco para así poder comprar fuegos artificiales con el dinero ganado. Pero hacia el siglo XVII, la Noche de Guy Fawkes empezó a ser identificada con actos de vandalismo que tenían lugar durante su celebración, que algunos ciudadanos aprovechaban para arrancar la madera de las casas y las vallas y echarlas al fuego, aprovechando la confusión para llevar a cabo robos y pillaje. El decreciente odio que una parte de la población profería hacia los católicos hizo que la quema de la efigie de Fawkes cayese en desuso, así como la prohibición que impedía la venta de fuegos artificiales a menores acabó de rematar la jugada. Pese a todo, Fawkes, o al menos su cara, parece haber recuperado el lustro en estos últimos años gracias al comic escrito por Alan Moore V de Vendetta, en el que su anarquista protagonista lleva una máscara de Guy Fawkes y planea, como su modelo histórico, destruir el parlamento durante la noche del 5 de noviembre como oposición a un gobierno de visos claramente dictatoriales. La popularidad (y calidad) del cómic propició una magnífica adaptación para la gran pantalla dirigida por James McTiegue en el año 2006 con idéntico título, popularizando hasta límites insospechados la máscara del terrorista/rebelde V, que recordemos está inspirada en la cara de Fawkes, como símbolo contestatario hasta ser un rasgo indisociable de las intervenciones públicas del oscuro grupo de protesta en la red Anonymous.

[2]Lindsay Gordon Anderson nació en Bangalore, en el sur de la India el 17 de abril de 1923. Hijo de padre oficinista de la Armada Británica, lo que motivó su nacimiento en la por entonces colonia inglesa en suelo asiático. Pasó su infancia en Worthing, Sussex oeste, donde cursó sus estudios elementales para más tarde asistir al Cheltenham College, cuya estancia allí inspiraría la escritura del guión del film que nos ocupa. Tras graduarse, Anderson trabajó como criptógrafo para la Intelligence Corps en Nueva Dehli mientras la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin, en 1945. A su regreso a la pacífica vida de civil que llevaba en Worthing, Anderson co-fundó junto con Gavin Lambert y Karel Reisz la revista de crítica y actualidad cinematográfica Sequence, en la que participaba asiduamente escribiendo reseñas y artículos. Poco después se enroló en otra publicación, esta de mayor recorrido, llamada Sight and Sound, así como la revista New Statesman, de clara afiliación política izquierdista. Combinando su labor como crítico cinematográfico, profesión de la que despreciaba el supuesto objetivismo bajo el que algunos de sus colegas llevaban a cabo su trabajo, con el de productor independiente de cortometrajes y incontables obras teatrales en una actividad que abarcó desde el año 1957 hasta 1992, Anderson se fue postulando como uno de los máximo artífices del Nuevo Cine inglés surgido a finales de los cincuenta: el llamado Free cinema, del que puede leerse un cortísimo resumen tanto de su historia como de sus intenciones en una de las notas al pie de la entrada dedicada a uno de los filmes más importantes del movimiento, La soledad del corredor de fondo, analizada en este blog en abril de 2013. Pero antes, y junto con Karel Reisz (que dirigiría la estimable y virulenta Sábado noche, domingo mañana) y Tony Richardson (quién posteriormente dirigiría la mentada La soledad del corredor de fondo), Anderson se enfrascó en el rodaje de una serie de documentales de calado humanista como Thursday’s children, de 1954, que le valió un premio Oscar al mejor cortometraje documental ese mismo año. Pero no fue hasta 1963 y tras algunas experiencias televisivas que, bajo la producción de Reisz, Anderson dirigiría su primer largometraje de ficción cinematográfica: El ingenuo salvaje. Tres años más tarde y tras una acogida desigual entre la crítica y el público, Anderson participaría en la serie NET Playhouse, y en 1967 llevaría a cabo el mediometraje White bus, antes de dar la campanada con la exitosa película que nos ocupa y que permitiría una segunda aventura de Mick Travis en su falsa secuela, aunque por lo que dicen los que han podido verla, emparentada en espíritu: Un hombre de suerte, dirigida en 1973, dos años antes de su siguiente película, llamada In celebration. Siete años más tarde, ya en 1982, Anderson recuperaría a Travis, Johnny y Williams para una tercera aventura que de nuevo poco o nada tenía que ver con las dos anteriores y que respondía al título de Britannia Hospital. En 1986 Anderson dirigiría junto a Jeremy McCracken un documental televisivo llamado Free cinema, para un año después embarcarse en una nueva película de ficción con intérpretes del calado de Bette Davis, Lillian Gish, o el no menos célebre Vincent Price en Las ballenas de agosto, que precedería a su última película, Glory! Glory! de 1989. Murió el 30 de agosto de 1994 en la ciudad francesa de Angulema poco después de rodar una pequeña película televisiva llamada Is That All there is? en la que él, junto a algunos de sus colaboradores miembros del ámbito cinematográfico, lanzaban las cenizas de las actrices Jill Bennett y Rachel Roberts al Támesis, y que fue emitido por la cadena BBC en 1993.

[3]Una inicialmente transparente puesta en escena que dudosamente habría llevado a cabo con el mismo grado de austeridad el director que inicialmente debía llevar a buen puerto el guión escrito por David Sherwin y John Howlett: el mítico Nicholas Ray, quien sufrió una crisis nerviosa poco antes de empezar la producción del film y tuvo que renunciar a su dirección. Ray fue el segundo de una corta lista de posibles directores que comenzó con el británico Seth Holt, montador de algunas comedias para la Ealing antes de encarar una carrera en la Hammer films. Pero Holt declinó la oferta por considerar su forma de dirigir demasiado convencional para lo que Howlett y un Sherwin que se había inspirado en muchas experiencias personales para la escritura de su guión, tenían en mente. Ofreciéndose sin embargo a producir la película (cosa que tampoco llegó a ocurrir) Holt pasó el testigo a Ray, con el resultado antes comentado, y finalmente el libreto cayó en las manos de Lindsay Anderson, que fue presentado a Sherwin por el productor de Si… durante una ronda de pintas entre guionista, director y productor en un pub inglés. El rodaje de la película, que se prolongó durante tres semanas, se llevó a cabo entre el Chelntenham College y la Aldenham School, con la participación de algunos de parte de su alumnado y profesorado como actores y extras en la película. Algunos de los discursos que pueden oírse en Si… fueron realmente utilizados en algunos de los actos oficiales llevados a cabo en Chelntenham.

[4]Debido a que, en ese mismo año 1968 tuvieron lugar incontables protestas y huelgas laborales en las que los sectores más jóvenes de algunos países europeos reclamaban un cambio de modelo político, económico y social. Siendo las que tuvieron lugar en Francia las más célebres, aunque ni de lejos las más violentas ni cruelmente reprimidas, de todas ellas, estas protestas en suelo francés tuvieron en los estudiantes sus más aguerridos representantes. El día 22 de marzo, un grupo de militantes de extrema izquierda, junto con algunos intelectuales, poetas y profesores de la Universidad de Nanterre, en París, se ocuparon el edificio de Administración de la Universidad como protesta contra la discriminación clasista existente en la sociedad francesa, así como el control ejercido sobre las universidades por parte del Gobierno. Con la llegada de la policía, la protesta se disolvió pacíficamente, aunque los maestros que tomaron parte en ella fueron rápidamente expedientados. Ante este hecho, se sucedieron las protestas entre la comunidad estudiantil y la protesta se extendió hasta la Universidad de la Sorbona, que fue ocupada por los estudiantes el tres de mayo. La policía acordonó la institución y, mostrando su apoyo a la comunidad educativa, las mayores agrupaciones estudiantiles y del profesorado se manifestaron el día seis ante la Sorbona. La policía cargó, intentando dispersar violentamente a los manifestantes, que no se arredraron, o al menos no en su totalidad, y empezaron a montar barricadas en las calles adyacentes antes de ser definitivamente dispersados. Pero pese a la voluntariosa actitud de la policía, el frente estudiantil ya empezaba a ganar adeptos de forma imparable y al día siguiente hubo una nueva manifestación a la que se añadieron maestros y algunos trabajadores, la mayoría jóvenes, que se sumaron a una nueva protesta que no sería la última, pues el día diez de ese mismo mes una ingente cantidad de personas se congregó en la Rive Gauche antes de negociar fallidamente su marcha con la policía, que volvió a cargar organizándose una batalla campal de cerca de un día de duración en la que hubo numerosos heridos y muchas cámaras de televisión que llevaron la violencia de la actuación policial a todos los hogares. Bajo una creciente simpatía hacia los manifestantes por parte de un sector cada vez mayor de la población, intelectuales, artistas y sindicatos de izquierdas se unieron en un frente común que culminó con una llamada a la huelga general para el día trece de mayo, durante el que cerca de un millón de personas marcharon por las calles de la ciudad reclamando la liberación de los detenidos durante protestas anteriores. El Presidente Pompidou, manteniendo a la policía a una segura distancia de los manifestantes, amnistió a los enjuiciados sin que ello repercutiera un ápice en las protestas, que se acrecentaron en número y manifestantes. Con la reapertura de la Sorbona, se produjo una nueva ocupación de la Universidad, a la que se sucedieron nuevas ocupaciones en otro sector, que no se había mantenido indiferente respecto a lo ocurrido en París durante esos días: el laboral. Se ocuparon hasta cincuenta fábricas en los siguientes días y el diecisiete de mayo se convocó una huelga en la participaron doscientos mil trabajadores, que al día siguiente se convirtieron en dos millones de huelguistas, y a la semana siguiente… en diez millones, dos terceras partes de la población ocupada en todo el territorio francés, que además no respondía ante las autoridades sindicales sino que se organizaban según sus propios principios y voluntad. Ante una serie de exigencias salariales y de condiciones laborales que, de no cumplirse, alargarían la huelga indefinidamente mientras se iba extendiendo entre la ingente cantidad de manifestantes que iban haciéndose con (o recuperando) el control del país de que el gobierno, con Charles de Gaulle a la cabeza, debía dimitir y convocar nuevas elecciones. Una nueva manifestación, organizada en esta ocasión por el partido comunista, marchó por las calles principales de París reuniendo cerca de medio millón de personas. Temiéndose que intentaran ocupar algunos edificios gubernamentales que obligaran a la policía un nuevo uso de la fuerza que habría puesto en pie de guerra a una población de la que el 20% de ella no veía con malos ojos una revolución, De Gaulle dimitió y convocó elecciones para el 23 de junio, amenazando también con aplicar la ley marcial si los trabajadores no regresaban a sus puestos y las protestas se dispersaban. Desde ese momento, las aguas se calmaron lenta pero inexorablemente, aunque el hito histórico era impepinable y el desde entonces llamado Mayo del 68 sirvió y sirve de inspiración tanto a revolucionarios de acción como de salón, extendiéndose a otros países de Europa y Estados Unidos, y haciendo que películas de contenido tan potencialmente explosivo como el de Si…, y más aún teniendo en cuenta que la acción tenía lugar dentro de una escuela, fuesen catalogadas con una X en su estreno, lo que limitó enormemente la distribución de este film de Lindsay Anderson.  Aunque la polémica desatada sobre la conveniencia de su contenido no logró impedir que se alzase con la Palma de Oro del Festival de Cannes del año 1969 pese a que en algunos lugares como la España de Franco, aún tardaría ocho años en llegar.

[5]Un personaje que tendría su continuidad, al menos de nombre, en sus secuelas bastardas más arriba apuntadas, llamadas Un hombre de suerte y Britannia Hospital. Durante años se rumoreó la posibilidad de hacer una secuela propiamente dicha de Si… que recuperaba no sólo a sus actores principales y los nombres de los ya no tan jóvenes que interpretarían, sino a los propios Michael, Williams, y Johnny que pueden verse en la película que nos ocupa, que tendría así su continuidad en un guión firmado por el propio Anderson poco antes de su muerte, en 1994. En él, podía verse como Michael había logrado ser un actor de renombre con una nominación al Oscar, Wallace un militar que había perdido un brazo durante una contienda, y Johnny había hecho carrera como clérigo... mientras que Rowntree había escalado hasta ser Ministro de defensa. Pero durante una reunión estudiantil (que visto lo visto el final de Si…, sería curiosa de ver) en la que los tres amigos volvían a reencontrarse, Rowntree era secuestrado por un grupo antibelicista, liberado por Michael, Johnny y Wallace y, por el camino, literalmente crucificado por Travis.

[6]Gesto que sirvió de guía para McDowell cuando tuvo que encarnar al más célebre personaje de toda su carrera: el brutal Alex De Large protagonista de la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Stanley Kubrick en 1971, de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica. Tras recibir el guión del film, McDowell tuvo dudas sobre como interpretar al drugo protagonista de la adaptación del libro de Burgess, con lo que telefoneó a Anderson buscando consejo. Y el realizador de Si… le recordó el instante en el que Michael Travis abría triunfal la puerta que lo separaba del castigo físico que le esperaba en la secuencia comentada en el texto, sugiriéndole que aplicara ese espíritu burlón no sólo a un instante del film como había hecho hasta cierto punto en su film, sino a todas las acciones que DeLarge llevase a cabo en una de las películas más recordadas de Stanley Kubrick.

[7]Extremo que parte de mi opinión personal pero que según parece tiene una sencillísima explicación: las escenas que muestran a McDowell en misa son en blanco y negro porque su rodaje habría sido mucho más complicado de haberse hecho en color. A partir de ahí, y buscando darle un mayor empaque visual al film que no dejase a dicha escena completamente descolgada, Anderson se dedicó a filmar nuevos planos en blanco y negro que además contaban con el aliciente de resultar muchísimo más baratos que los que rodaron en color. Seguramente por eso, todos los planos rodados fuera del calendario de rodaje fueron filmados con una cámara en blanco y negro, lo que explicaría sin más problemas la profusión de planos sueltos blanquinegros dentro de secuencias que de no ser por estos pequeños insertos, serían completamente en color. Por lo tanto, saquen sus propias conclusiones alrededor de lo que se explica en el cuerpo del texto en comparación con lo escrito aquí y que se extrae de unas declaraciones hechas por el actor Malcom McDowell para la edición en DVD de Si… en el año 2007, aunque siendo la primera opinión una hecha desde lo que la película me ha hecho pensar he preferido dejarla como está… y como muestra de lo que mucho que puede llegar a hacer la autosugestión cuando se trata de analizar una película.

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