jueves, 21 de febrero de 2013

PINOCHO



 La historia es de sobras conocida por todos. Pinocho es un niño de madera, un títere viviente cuya bondad y pureza de buenas intenciones se verá constantemente puesta a prueba en aras de conseguir ser uno de carne y hueso o como se oye repetidamente en Pinocho, un niño de verdad. El cuentista masón Carlo Collodi ideó y empezó a publicar periódicamente en Il Giornale per i Bambini en 1881 las correrías del pillastre Pinocho[1], rodeado de variopintos personajes y mezclado en no menos variadas situaciones que respondían a dos denominadores comunes: el irreverente surrealismo generalizado de las historias, que da lugar a instantes de puro humor negro no sólo en lo que al cobro de vida del títere se refiere, que además se da por las buenas y sin mediación de criaturas mágicas a modo de peregrina justificación, sino en unas tramas en las que cualquier cosa puede ocurrir dentro de una marcada estructura que nos lleva a la segunda constante. Pinocho, la colección de historias conformada por diferentes episodios puestos en papel, versa alrededor de una aleccionadora hasta la moraleja visión del mundo y de la vida, relativamente bien disimulada por la imaginación y dotes narrativas de Collodi que doran lo suficientemente la píldora como para no resultar forzada ni molesta, divirtiéndose tanto dando lecciones al niño de madera protagonista (y a su joven y también su algo más talludita audiencia) como metiendo en imposibles e irreverentes berenjenales al travieso títere.

Y algo de todo lo anterior, aunque con una graduación considerablemente diferente, se encuentra en la adaptación de Pinocho llevada a cabo por uno de los mayores cuentistas del siglo XX: Walt Disney, o en puridad, la todopoderosa factoría cinematográfica que lleva su nombre. Llevando a cabo con Collodi y su historia lo que ya hizo antes y después con los Hermanos Grimm, Perrault o Hans Christian Andersen entre otros[2], y arropado por los innumerables guionistas –algo que no suele augurar nada bueno- que redujeron y recauchutaron las aventuras completas de Pinocho a un algo irregular guión de duración propia de un largometraje, este marca prontamente las distancias. El prólogo del film ya nos pone sobre aviso acerca del tono de lo que vamos a ver a continuación y lo que se ha ganado y perdido (al gusto de cada uno) respecto al divertido original. Si en la historia escrita era Collodi el que narraba la acción como narrador ajeno a lo que ocurre en ella, en la película de la factoría Disney es Pepito Grillo, conciencia hecha cuerpo, el que la explica desde una biblioteca en la que curiosamente el único libro del que se reconoce el título en su lomo es Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll[3] sin que ello tenga más importancia. Esta diferencia, probablemente pura casualidad y más un recurso para introducir el cuento antes que una verdadera declaración de principios, precede sobremanera el resultado final: Pinocho, la película, es un cuento hipermoralista y conservador, a juego con gran parte de la filmografía bajo el sello del Disney más clásico y el más atemperado en sus formas de la actualidad por lo que de por sí no sería digno de mención de no ser porque además sitúa ese moralismo en el centro de su conflicto dramático, expresado en voz alta y a las claras desde el instante en el que la condición necesaria para que Pinocho pueda ser un niño “de verdad” tendrá que ser también “bueno”. El moralismo subyacente de la historia de Collodi reflota a base de una considerable poda de los elementos más festivos y sobretodo irreverentes de los que hacía gala el original. El film de la Disney está repleto de animales que hablan y se comportan como cualquier ser humano de la película, cada equis tiempo entran en juego canciones que los personajes del film se saben al dedillo pese a ser improvisadas como en cualquier musical propio o ajeno a la factoría, y también hay hadas y grillos parlanchines que guían a un niño de madera por la vida.Pero pese a todo lo anterior, la película mantiene los pies en el suelo de una relativa cotidianeidad que rebaja un tanto el grado de imaginación alcanzado por Collodi, amén de hacer algo extrañas por fuera de lugar escenas tan míticas como el enfrentamiento final con la ballena, pero potencia su moralismo, erigiéndose como uno de los estandartes del film, además del pilar de uno de sus mayores (y por apuntalar todo lo anterior, más polémicos) valores: que llega a ser muy emocionante.
 
Si antes se ha dicho que Pinocho sólo llegará a hacerse carne si es bueno, esta filosofía que premia la bondad se extiende también a otros personajes de la trama. El cariñoso carpintero que crea a Pinocho, Geppetto, recibe la vida propia de su títere como recompensa a su buena naturaleza y, como se irá viendo, las conductas reprobables al limitado prisma de Disney tendrán su castigo, en el mejor de los casos a modo de la clásica nariz que crece descontroladamente con las mentiras de su propietario. Afortunadamente la puesta en imágenes de una moral tan estrecha es tan potente como puede esperarse de otras películas clásicas de la factoría, siendo su verdadera razón de ser. El mundo de Pinocho se divide en dos aspectos de la vida: uno de ellos tiene en su representación máxima al propio Geppetto y su agradable hogar, el otro es el resto del mundo y todos los peligrosos adultos que moran por él con las peores intenciones. El primero se presenta ya desde el principio por la voz de Pepito Grillo, correspondida por unas preciosas imágenes nocturnas, a modo de punto de vista subjetivo para más inri, en las que la carpintería de Geppetto es la única fuente de luz y calor en un mundo sumido en tenebrosas penumbras que contrasta con el alegre y sorprendente interior de la morada del carpintero. Desde imposibles relojes de cuco, sólo una de las muestras que se ven durante el film del ingenio visual de Walt Disney, hasta la colección de personajes secundarios dispuestos a hacer de improvisada familia a un Geppetto que de no ser por ellos resultaría un personaje terriblemente solitario. Esta agradable suavidad, siempre mostrada en tonos cálidos en contraste con los oscuros azules del exterior, del retrato de la vida de Geppetto se refrenda gracias al reconfortante (y puro, por inconsciente) clasicismo de la película en general que pronto toma un cariz mucho más sombrío cuando Pinocho descubre el mundo exterior, ajeno al familiar. Ambas parcelas de la vida están tratadas con el mismo esmero visual que trufa de detalles visuales todos los planos y crea unos personajes cuyo diseño ha pasado a la historia no sólo por las capacidades mercantiles y mediáticas de la Disney sino también por el indudable talento de sus dibujantes. Todo lo anterior, sumado a una elegancia formal y al encanto de sus personajes que consigue suplir lo panfletario de los peores aspectos del guión, conforman una atmósfera sin la cuál la película sería un catálogo de reprimendas al servicio de padres severos sin más.

Y aquí es donde Disney enseña sus cartas con firmeza: el mundo de Pinocho es un sitio siniestro y peligroso, mucho más que el presentado por un Collodi que tampoco escatimaba en peligros pero que los dosificaba con dosis de placentera diversión a un Pinocho que en su traslación a la pantalla se ha quedado lidiando con la parte más trágica de la infancia. Así, el protagonista es engañado, secuestrado, amenazado y manipulado sin el mínimo atisbo de escrúpulo por todos los adultos con los que se cruza en su camino, siendo Gepetto el único de fiar de todos ellos. La diversión o el juego siempre esconden un saldo que no compensa las risas iniciales, ocultando siempre alguna maldad o mala intención por parte de aquellos que los conceden. En tiempos de moralismos invisibles pero ciertos, es de agradecer un film que revele de forma tan frontal su visión de las cosas, y Pinocho lo hace una y otra vez cargando con su melodramática visión de la vida contra el sentido de la compasión del público adulto y los temores del infantil y además lo hace en ocasiones de forma visualmente brillante. Pinocho hace gala en sus momentos más terribles de un nocturno goticismo que linda sin problemas con el género de terror dando escenas como en la que Pinocho es encerrado en una jaula y ante sus gritos de socorro es amenazado con ser echado al fuego hasta un de las más justamente célebres de todas ellas en la que Pinocho, junto con otros muchos niños, es llevado a una Isla en la que todos ellos son dejados a sus anchas. En esta escena memorable en la que la película fuerza tanto su apuesta que a vista del espectador actual el resultado es poco menos que una salvajada: la isla pertrecha a sus pequeños visitantes con todos los parabienes que supuestamente un niño puede desear en ausencia de una autoridad adulta o de cualquier otro tipo. Y lo que las criaturas hacen con agrado es meterse en peleas organizadas, destruir casas construidas con esa intención, emborracharse y fumar puros mientras juegan al billar. Ante un panorama que pondría en guardia a cualquiera con poder de censura dentro del cine infantil pero que divierte horrores por su incorrección política, la película pone orden con consecuencias pesadillescas a base de una metáfora tomada literalmente en la que los niños son transformados en asnos que luego son hacinados y esclavizados por el cochero y supuesto alcalde de la isla prisión ahora poblada por burros de mirada asustada y triste.

Esta es sólo una de las muchas ocasiones en las consecuencias de los actos del bonachón Pinocho son mucho más terribles de lo que sus inocentes acciones hacían presagiar. Y mientras las cómicas caídas y chistes inocentes subrayados por una juguetona banda sonora que aligera la tensión, el retrato de lo que conllevan las malas acciones está despojado de todo sentido del humor y se muestran de forma tan descarnada que crean un muy efectivo mal cuerpo en el público adulto, que al final acaba pareciendo el auténtico destinatario ejemplar de la película. El Pinocho de Collodi era un niño muy travieso pero, pese a los engaños a los que se veía abocado, capaz de mentir y hasta cierto punto tomar las riendas de sus propias decisiones y aprender de sus errores. Poco o nada hay de esto en la versión Disney en la que el títere es un inocente niño que se jacta de no tener hilos que lo muevan pese a estar siendo manipulado por todos, desamparado y a merced de un mundo implacable en el que no hay placer sin permiso y en el que salirse del estrecho camino del bien es tirarse de cabeza a la perdición. Resulta curioso como alguien a quien siempre se le ha acusado de dar una visión demasiado bienpensante del mundo demuestre en esta ocasión un pesimismo tan considerable como perfectamente coherente y brillante en su plasmación en imágenes. El paternalismo derrotista de la adaptación cinematográfica, mucho más atemperado en el original, conlleva la molesta coda de que los niños son seres sin voluntad ni conciencia y siempre al borde de acabar mal o fatal a cada instante, cosa sólo evitable por mediación de un grupo muy selecto de adultos. Entre los cuales sin duda debía creerse Walt Disney que como la Hada Madrina de su película, tiene el talento suficiente para insuflar magia a una base un tanto raquítica y potestad para decidir quien ha sido y es lo suficientemente bueno como para que se le conceda la humanidad que, visto lo visto, muy pocos podrían merecer bajo tan limitados parámetros. Un algo irritante peaje que sirve de base y hay que pagar para disfrutar de buen cine.

Título: Pinocchio. Dirección: Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben Sharpsteen. Producción: Walt Disney. Guión: Aurelius Battaglia, William Cottrell, Otto Englander, Erdman Penner, Joseph Sabo, Ted Sears y Webb Smith basándose en la historia original escrita por Carlo Collodi. Año: 1940.


[1] Se publicó hasta 1883 bajo los títulos “Historia de un títere” y “Las aventuras de Pinocho” con ilustraciones de Enrico Mazzanti, constando de un total de 36 capítulos, cifra que inicialmente debía ser menor ya que Collodi quiso acabar con su criatura dándole muerte en el episodio en el que era ahorcado como castigo a su mala conducta. Pero al igual que tuvo que hacer Arthur Conan Doyle con Sherlock Holmes, la presión popular le convenció para proseguir la historia y terminarla tal y como la conocemos ahora. Puede encontrarse la recopilación de los 36 episodios en el tomo Pinocho que editó Valdemar en el 2007 con ilustraciones de Lorenzo Mattotti. Pese a que el descomunal tamaño del libro lo hace algo incómodo de leer, su lectura es muy recomendable e interesante aunque sólo sea para comparar con la versión cinematográfica más famosa. Desconozco si hay alguna otra edición más manejable traducida al castellano.

[2] Por parte de los Grimm, pese a que sólo recopilaron por escrito lo que hasta entonces era tradición oral germánica por lo que no podríamos hablar en este caso de autoría en sentido estricto, encontraríamos Blancanieves y los siete enanitos como ejemplo más famoso. Andersen fue adaptado muy posteriormente con La sirenita y no hace demasiado con la divertida Enredados y lo mismo ocurrió con Perrault y La bella y la bestia o La cenicienta. Más allá de los autores que aún a día de hoy se consideran infantiles, encontramos otros escritores cuyas obras parecen haber abandonado esa categoría: James M. Barry con Peter Pan, Edgar Rice Burroughs con una muy reivindicable adaptación con el excelente Tarzan, Victor Hugo y El jorobado de Notre Dame o Rudyard Kipling con El libro de la selva entre muchos, muchos otros… Todos ellos han alimentado una polémica entre los que consideran un saqueo por parte de la factoría Disney que luego logra que sus adaptaciones prácticamente sustituyan a los originales (sobre lo que se podría objetar que eso es tan culpa de los omnipotentes tentáculos de la productora como de pereza por parte del público) y los que las ven como lo que son, en el mejor de los casos producciones “de autor” por parte de una personalidad, ahora reconvertida en marca, con la que cuesta ponerse de acuerdo que sabía muy bien como plasmar sus ideas y sensibilidad en imágenes. Ya que estamos con el tema de las adaptaciones, apuntar que la historia de Pinocho pasó por otras manos como las de Luigi Comencini en 1972, otra versión en 1993, otra más en el año 2002 bajo la batuta de Roberto Benigni y en una producción española de animación bastante desafortunada bajo el título de Pinocho 3000. Caso aparte es el de la película de Steven Spielberg (con una participación bastante activa en la producción de Stanley Kubrick) de Inteligencia Artificial, que usaba el libro de Collodi como improvisada base dramática tanto para consuelo de su protagonista desde dentro de la acción como por parte de Spielberg en algunos pasajes de la película.

[3] La relación de Disney con la obra de Carroll ya hacía tiempo que estaba en marcha, y no fructificaría en forma de largometraje hasta la adaptación de Alicia en el país de las maravillas en 1951.  Años antes, en 1923 el entonces joven Walt (22 años) creó una serie de historias animadas de corta duración basadas en la obra de Carroll, mezclando animación con actores reales con Virginia Davis en el papel de Alicia con escaso éxito. Al poco tiempo Walt fundó junto con su hermano Roy los estudios Disney Brothers de dibujos animados. Un distribuidor independiente, M.J. Winkler pudo ver las historias cortas sobre el universo de Carroll antes mencionadas y propuso que se hiciesen nuevos cortometrajes y ni cortos ni perezosos los flamantes Disney Brothers produjeron alrededor de cuarenta historias mudas englobadas bajo el nombre de Comedias de Alicia entre 1924 y 1926. Su, esta vez sí, gran éxito permitió a Walt Disney establecerse como productor y crear a Mickey Mouse y su carta de presentación en sociedad Steamboat Willie. Disney volvió a pensar en la historia de Carroll para su primer largometraje de animación que finalmente sería Blancanieves y los siete enanitos mezclando animación con imagen real pero finalmente se desechó la idea cuando se anunció una producción dirigida por Joseph Mankiewicz con Gary Cooper y Cary Grant en el reparto. Tras el gran éxito de Blancanieves y los siete enanitos en 1938, Disney registró el título de la obra de Lewis Carroll y empezó a trabajar en su propia versión pero la debacle económica fruto de la Segunda Guerra Mundial sumado a los relativos fracasos en taquilla de este Pinocho, Fantasía o Bambi relegaron su adaptación de Alicia… a un futuro más próspero. En 1945, con la guerra finiquitada, Disney volvió a insistir con una versión que una vez más mezclaba actores de carne y hueso (esta vez con Ginger Rogers en el papel de Alicia) con dibujos animados… y que tampoco se aprobó. En 1946 se retomó la interminable historia y se empezó a crear una versión íntegramente animada y basada en las ilustraciones de John Tenniel, que ilustró la primera edición de la historia. Aún insatisfecho con la dirección que estaba tomando su más preciado proyecto, Disney volvió a intentarlo con una mezcla de acción real y animación antes de tomar la recta final a finales de los 40 con una versión más “elástica” y musical del original. Esta vería la luz en 1951 con una tibia recepción por parte del público y la crítica aunque, cosas de la psicodelia, iría ganando un progresivo status de culto con los años y en sus periódicos reestrenos. Sobre la otra adaptación llevada a cabo en el seno de la Disney hace no demasiado bajo la ahogada batuta de un desafortunado Tim Burton enterrando entre imágenes infográficas y tintes mesiánicos la historia de Carroll, mejor corramos un tupido velo.

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