miércoles, 5 de diciembre de 2012

EL CABALLO DE TURÍN

 Se dice que de la forma en como tratamos a los animales puede saberse mucho de cómo somos los humanos. No sabemos que conclusiones sacó la mente de Friedrich Nietzsche en 1889 al borde del abismo en el que se acabaría precipitando cuando presenció en Turín la paliza que un hombre le propinó a su caballo porque este se negaba a obedecerle. Pero su reveladora reacción, abrazándose llorando al animal protegiéndole de los golpes con su cuerpo, fue la antesala de diez años de locura que fueron también los últimos de su vida. Pero ¿qué fue del caballo?

Con esta anécdota narrada por una voz de la que nunca sabremos quien la entona y puntuada por esa inesperada pregunta da comienzo El caballo de Turín[1] sobre un fondo negro. Tanto como el magnífico caballo que nos mira en el primer plano del film y el poso dramático que se marca ya desde el inicio en un espléndido blanco y negro de marcados contrastes en gris. No sabemos si ese es el equino al que se hace mención en la anécdota sobre el filósofo que escribió Como filosofar a martillazos, pero los métodos de su dueño no parecen muy diferentes al de aquel. A latigazos y contra una apocalíptica ventolera que tardará mucho en amainar y sólo entonces se la echará de menos, hombre y caballo avanzan, no se sabe si huyendo o con prisas por llegar a su destino con un esfuerzo puesto en evidencia por la longitud temporal del plano y la inclemencia atmosférica que no se reduce al viento sino a la turbia atmósfera que los rodea de árboles sin hojas y un cielo que amenaza tormenta acompañados de una banda sonora que pese a acabar siendo innecesaria ya nos sitúa en el tortuoso nivel vital en que la película se mantiene durante su largo metraje.
La grisácea pero combativa existencia del jinete y su corcel se prolonga cuando llegan a su destino; un caserío en medio de la nada, una casa con su granero a la intemperie en un valle yermo acorralado por unas montañas que no dejan ver más allá acorralando al hombre y a su hija, el otro habitante humano del lugar, una mujer escuálida que iremos viendo es tanto o más silenciosa que su huraño progenitor que la trata más como si fuese su criada que alguien digno de estima.

Tan desolador panorama se detiene ahí y echa raíces en la descripción de la rutina diaria  de la familia y su corcel, todos ellos resignados a su pobre suerte. En esos seis días en los que el film tiene lugar presenciamos como van a buscar agua al pozo que está a sólo unos metros de la puerta de la casa, como cortan madera para alimentar el fuego y como ese fuego calienta la casa y el agua con la que hervir las patatas con las que se alimentan ellos devorándolas aún humeantes. También vemos como la hija viste al padre cada mañana ante la atenta mirada de este y como ambos comparten la turbadora afición de mirar perdidamente por la ventana a la tormenta que no sólo no amaina sino que se cuela en el interior del precario hogar, frío y oscuro, en forma de un ululante murmullo que nunca cesa a modo una enloquecedora melodía a la que tanto padre como hija parecen haberse acostumbrado.

Esta deprimente cotidianeidad que sobre el papel parece un monumento a la derrota es plasmada por Tarr en imágenes paradójicamente bellas, pictóricas en sus composiciones internas realzadas por los claroscuros que da el blanco y negro tanto en los ambientes como en los personajes que por ellos deambulan mecánicamente, émulos de los modelos del pintor Lucien Freud. Todo ello, combinado con el mencionado murmullo del viento y la distancia que da el blanco y negro transmite una irrealidad, una atmósfera casi gótica que consigue hasta cierto punto hacer olvidar la miserabilidad del ambiente que ilustra llevándolo a un terreno más propio, pese a lo apocalíptico que se desprende de sus imágenes, de una belleza que se sobrepone a la pantanosa miseria del fondo.

Y Tarr no se detiene en explicar tan sólo una rutina, sino una historia[2] que muestra como esta esa precaria cotidianeidad se va llenando de lamparones que la van deshaciendo poco a poco hasta extinguirla. Desde unas termitas que dejan de oírse después de 58 años de roer las estructura de la casa ininterrumpidamente todas las noches, pasando por un incomprensible ayuno de un caballo que además se niega a obedecer a ninguna de las instrucciones de sus dueños, un pozo que se seca de la noche a la mañana hasta que finalmente la tormenta amaina de golpe y ni siquiera el aceite de las lámparas parece prender sumiendo a los habitantes de la casa en una oscuridad que como nada de lo anterior tiene nunca una explicación, vemos como el precario mundo que se nos ha puesto ante los ojos se viene abajo.

Pero es en esta muestra en imágenes del proceso de desintegración de la vida de esa pobre gente donde Tarr, en la según asegura es su última película[3], juega su mejor y inesperada baza. La rutina que se ve limitadísima sobre el papel, es presentada de forma muy dinámica. A una misma acción teniendo lugar en dos días distintos nunca se le da el mismo tratamiento en imágenes, nunca se repite un plano para mostrar lo que ya hemos visto antes bajo una planificación distinta. Todo ello, combinado con una cámara que se mueve libremente pasando de un personaje a otro y siguiéndolos allí a donde van, da una sensación de variedad dentro de un muy restrictivo modo de vida que oxigena hasta cierto punto una atmósfera opresiva.
El proceso, de un fatalismo salvaje ya impuesto desde el guión, de derrumbamiento vital encuentra más que un eco, una inesperada vida, en el punto de vista bajo el que está orquestada la sofisticada planificación de El caballo de Turín que consta de unas treinta tomas pero que contienen una muy variada planificación, estando repletas de reencuadres cada una de ellas. A medida que la debacle se hace evidente y la vida en la granja es a cada día más imposible que el anterior, la energía de la cámara, visible en sus nerviosos y serpenteantes movimientos, se va atemperando a juego con la progresiva rendición de los habitantes, humanos y animales, ante un destino que va de cabeza a la extinción. Es muy significativo el paso de una primera escena, la comentada al inicio con el caballo y su dueño avanzando a través de una terrible tormenta, filmada con ampulosos movimientos de cámara y una enérgica puesta en escena, a las últimas, estáticas y de mínimos y entumecidos movimientos dentro de un plano que se encoge sobre sí mismo cercado por una oscuridad que cerca y reencuadra a los personajes, acorralándolos. Si la vida en El caballo de Turín se extingue, no es porque no luche por sobrevivir a ojos de Tarr, de sus personajes o del espectador que se pasa el film buscando un matiz o algo a lo que agarrarse durante sus largos planos secuencia que no sólo denotan el exasperante paso del tiempo (que provoca cansancio pero también una sensación de lucha contra la nada que no se habría conseguido con planos más cortos)  sino que al combinarse con la vitalista perspectiva de Tarr uno tiene la sensación de que por mucho que se revuelva contra su destino, no hay victoria posible. Aunque sí la posibilidad de luchar y seguir buscando hasta desfallecer.

Esto último contradice la opinión, a mi parecer errónea aunque bastante mayoritaria de encasillar el film de Tarr como película “intelectual”, fruto más probablemente de que el público que la haya visto se considere (a sí mismo como suele ocurrir en estos casos) como tal y se haya apropiado de una película cuya efectividad y coherencia con su discurso reside precisamente en lo contrario, en ser un film puramente emocional. Característica que además da sentido a la anécdota nietzscheana inicial, más allá de ser una referencia culterana. Si Nietzsche pronunció la muerte de Dios y por tanto de una manera de entender el mundo y como se articula, El caballo de Turín nos muestra un mundo en el que lo que ha muerto es la Trascendencia, la Cultura o una forma de entender el mundo (incluyendo en ella la religión, puesta en escena con una balbuceante lectura de la Biblia más cerca de la incomprensión de lo que se lee que del consuelo que se busca en su lectura) y que por tanto empieza a fallar hasta desaparecer, vacío y carente de un sentido que vaya más allá de lo físico. Esta es una película en la que los simbolismos no tienen lugar porque no hay nada más allá de lo que las imágenes nos muestran y estas en sí mismas no son metáfora de nada que no pueda verse en ellas[4].

Así, el cerco al que son sometidos tanto padre como hija (y sin olvidar al caballo) está presentado de forma visual en la medida en que la libertad que se da la cámara para seguirlos los acaba acorralando en ese estatismo que antes comentaba y que combinada con la falta de asideros racionales de la que hace gala la película, crea desazón y  claustrofobia en un espectador abandonado a la intemperie intelectual que haría más tragable el visionado de la película. Sólo unas muy esporádicas y innecesarias voces en off que comentan sobre los personajes mientras estos están ausentes del plano airean la película más con ánimo de hacerla más narrativa que tranquilizadora en su claustrofobia.  Esa asfixiante sensación se prolonga a los personajes, silenciosos y por lo que vemos casi analfabetos, también atrapados en un mundo del que es imposible hacer una mínima y liberadora abstracción aunque sea con una lectura que ayude a aprehender el mundo o con una conversación que dote de sentido a la realidad en la que se vive. Los pocos diálogos que tienen lugar en la película sólo subrayan la sensación de amenaza del mundo, demostrada por alguna indeseable visita con malas intenciones o con pésimas noticias, que se encuentra detrás de las colinas y la finitud del que está cercado dentro de ellas y que se ve atrapado por todo ello. Esta forma de proceder se lleva al extremo cuando padre e hija aprovechan una pequeña tregua que les da el caballo obedeciéndolos por una vez e intentando huir del cada vez más insalubre valle y lo abandonan llevándose consigo todas sus pertenencias. La toma de cámara los ve hacerse pequeños hasta desaparecer tras el montículo que los separaba del resto del mundo que una vez más nunca llegamos a ver, y tras unos instantes en que el plano queda deshabitado, se los ve regresar hasta volver a la casa y descargar todo su equipaje. ¿No les ha gustado lo que han visto al abandonar el valle? ¿El caballo ha decidido dar media vuelta sin que sus dueños hayan podido hacer nada para evitarlo? ¿O sencillamente han tenido que volver porque no hay nada más fuera de plano? Aunque es una teoría peregrina (y en lo que al guión se refiere deja bastante que desear, pese a su coherencia) no deja de ser la más plausible de las tres teniendo en cuenta el corto tiempo que parecen haber pasado fuera de nuestra vista, el que al bajar del carromato no medien palabra ni la tomen con el caballo cuando hemos visto que esa es la respuesta habitual cuando el animal desobedece… Con lo que una vez más, y en conspiración con el lento ritmo que espolea las imágenes, los personajes y el espectador se ven asfixiados por un mundo y una forma de verlo (una realidad, en definitiva) que se derrumba por no tener nada que la sustente ni por lo que valga la pena luchar capturando al espectador al situar como conflicto principal de la película algo tan universal como es la búsqueda de sentido a la vida como forma de supervivencia.

Puede acusarse a El caballo de Turín de ser, pese a su vitalidad, tremendamente derrotista en su visión de la vida y con toda la razón del mundo de tener como objetivo el torpedear la paciencia del espectador hasta agotarlo, pero cuando todo lo anterior aún siendo cierto está aunado con tanta coherencia y, sobretodo, poderío visual se le debe otorgar que es por encima de todo una historia bien contada que aunque pueda dar que pensar (como cualquier otra historia con lo ojos adecuados, por otro lado) lo hace siempre a partir de la turbia emoción que despiertan sus bonitas y tristes imágenes.

Título: A Torinói ló. Dirección: Béla Tarr. Guión: László Krasznahorkai y Béla Tarr inspirándose en textos originales del primero. Fotografía: Fred Kelemen. Música: Mihály Vig. Año: 2011.
Intérpretes: János Derszi (Granjero), Erika Bók (Hija del granjero), Mihály Kormos (Berhnard), Ricsi (Caballo).


[1] Aunque su edición en DVD la titula en inglés como The Turin horse por motivos que no alcanzo a entender (¿a santo de qué traducir al inglés el título de una película húngara en un país en el que ninguno de los dos idiomas es de uso corriente?)  creo recordar que se estrenó en cines con su título traducido al español de su húngaro original por lo que he preferido dejarla en El caballo de Turín.
[2] Compuesta por retazos de textos (de los que no puedo opinar por no haberlos leído) escritos por el también escritor del guión, Lászlo Krasznahorkai cuya obra compuesta por, entre otros, Ha llegado Isaías, Guerra y guerra o Melancolía de la resistencia  puede encontrarse traducida al español por la editorial Acantilado.
[3] Declaración que ha condicionado cosa mala la recepción crítica de la película hasta llegar al punto de que en algunos casos ese parece ser el único punto de vista que sustente el tono apocalíptico y mortuorio del film. Y aunque pueda tener algo que ver, El caballo de Turín se defiende sola y sin necesidad de echar mano de teorías de la jubilación para validar todas las características mencionadas.
[4] Pese a que los ambientes y algunos encuadres puedan recordar a algunos filmes de Ingmar Bergman o Carl Theodor Dreyer, el film de Tarr se distancia por completo de ellos en este punto: si Dreyer era un cineasta dado a lo simbólico bajo una perspectiva religiosa y una parte de la filmografía de Bergman lo era desde una perspectiva atea, en el caso de Tarr podríamos hablar de un asimbolismo estilístico.

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